
Nueva York, Estados Unidos
Conocí a Eduardo Rodriguez en 1979, en los patios de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil. Yo estudiaba medicina, creo, y me impresionó su manera clara y elocuente de rendir la diaria lección. Su estilo era natural, elegante, sin titubeos ni interrupciones verbales, con un profundo y atractivo tono de voz. Daba la impresión, mientras miraba nuestros rostros, de estar leyendo invisibles notas escritas que fluían de su boca sin objeción, obstrucción, ni fricción alguna. Sé que muchos de los talentosos estudiantes allí, estaban atestiguando algo no antes oido ni visto en boca de un contemporáneo, en nuestra incipiente vida estudiantil de grado superior.
No tenia idea a qué colegio pertenecía ni de dónde provenía. No se reunía, entre clases, con los del colegio Xavier, ni los del Cristóbal Colón, ni con nosotros, del San Jose La Salle. Porque, en mi desinformado criterio, lo más selecto del alumnado guayaquileño de varones, en aquellos años, solamente podía salir de aquellas instituciones. Lo cierto es que ese talento era razón y obligación para ir en busca de su amistad.
Luego supimos que se habia graduado en una tal “Academia Militar Ecuador”, en Quito, con el más alto honor, el anillo de oro, al mejor estudiante de su promoción, y que venía de Bahía de Caráquez, para mi lugares distantes y desconocidos, a cuenta de mi auténtico provincialismo, que comenzaba y terminaba a medias en Guayaquil, Quito y Salinas, los verdaderos límites del Ecuador mio.
Para colmo de males, era ademas atlético y apuesto, y, hasta que conoció a Sophy, de mucha suerte con las damas. Su madre, Dona Maria Dolores Mieles de Rodríguez, de quien heredó muchos de aquellos positivos rasgos, le había dicho: “Mi hijito, si usted hubiese sido mas alto, fuera insoportable”.
Adelanto la cinta 8 años. Nos graduamos de médicos y concluida la formalidad de la medicatura rural, mi vida y la de mi ahora gran amigo Eduardo tomaron caminos divergentes.
Yo partí a Estados Unidos, y él se hizo cargo de algunos de los negocios familiares en Bahía, hasta que decidió acompañarme en Ohio en la universidad durante un año. Ademas de divertirme, a mi y a mis amigos extranjeros, e impresionar con su inteligencia y personalidad a la docena de becarios con quienes compartíamos estudios, juergas, y juergas y juergas… (mencioné juergas?), noté, intrigado, un cambio en el talante de Eduardo.
Años despues, yo bromeaba que sus repetidas llamadas internacionales a Ecuador, desde un teléfono a mi nombre en el apartamento que compartíamos con otros dos, llamadas costosas a una joven de nombre Sophy, que duraban horas, en aquellos años sin WhatsApp ni internet, me habían hecho ganar suficientes puntos intercambiables por pasajes aéreos, por promoción de la compañia telefónica, para darle la vuelta al mundo.
Pero aunque la generosa recompensa gracias a su serio romance me alcanzaba para abordar y descender de aviones, yo seguía siendo un estudiante con un modesto estipendio, imposibilitado de trabajar por las regulaciones de mi beca.
De tal manera, yo podía viajar mayormente al único sitio en donde me alcanzaba el presupuesto por la gratuidad del hospedaje: la casa de mis padres en Guayaquil. Y en unas de aquellas subvencionadas idas y venidas, regresé a Bahía. Tuve el placer de conocer en persona a Sophy, y a dos adorables niñas, sus hijas, Maria Dolores y Laura, hoy jóvenes emprendedoras e incontenibles. Eduarda –“Duda” para sus amigos– llegaría después, y con no menos chispa que sus hermanas.
Muestra de su inteligencia fue que casi en la media de su cuarentena, Eduardo decidió dejar la acuacultura y retomar la medicina, que por años la había mantenido en hibernación. Y se decantó nada menos que por, en Estados Unidos, la más competitiva y deseada subespecialidad: la dermatología.
Leyó y estudió de pe a pa tomos y volúmenes dermatológicos, me consta, y contra pronóstico de no pocos, y la ayuda de otros, se recibió como dermatólogo quirúrgico por la Universidad Católica de Guayaquil, y más tarde, en especialista en cirugía de Mohs, pasados los cuarenta y cinco años. Poco después inauguraba una exitosa práctica privada en Guayaquil.
Ilustro ahora, su calidad profesional: pocos meses antes de su viaje a un sitio mejor, fui su paciente.
“La medicación que estas usando, Marco, no es la recomendada en la más reciente conferencia internacional de la Academia Norteamericana de Dermatología”, (de la cual era miembro, y a la que siempre asistía), dijo. De vuelta a Nueva York, cambie a su medicación sugerida.
Pero como decía Ronald Reagan, “Hay que confiar, pero verificar”, y en mi hospital neoyorquino consulté fuentes autorizadas. Las indicaciones y recomendaciones de Eduardo, virtualmente palabra por palabra, confirmaban su exactitud terapéutica.
Y mientras lo recuerdo y lo elogio, continuo con aquel medicamento que me prescribió, tal vez yo su último paciente siguiendo su consejo profesional, hasta la terminación de mi tratamiento, el próximo marzo de 2024, dos meses después de su ausencia a destiempo.
Gustaba compartir con sus camaradas y, si no lo eran aun, sin demora ejercía su atractiva personalidad para transformar a extraños en compañeros, aunque no los volviera a ver.
Más de una vez, cedió su casa en Guayaquil como sede de reuniones con sus colegas de promoción de la Facultad de Medicina de la Universidad Catolica. Yo pensaba:
“Imagina, Marco, como hace su entrada Eduardo e ilumina el ambiente que lo acoge, y hace extensiva esa diversión a quienes comparten con él”.
“Yo hubiese querido ser escritor, Eduardo. Y tú?”.
“Ah no, Marco. Si fuese por mi yo hubiese dedicado mi vida a la bohemia. Quién sabe en donde estuviera, pero fuera mas feliz de lo que ya soy”, decía.
“Joven”, le espetó a los 18 anos su amado padre, Don Eduardo Rodriguez Coll. “Suficiente diversión y playa. ¿A qué se va a dedicar?”.
Quienes a esa edad nos creemos más optimistas que capaces, y de cierta educación sentimental -lo digo por mi- solemos escoger la medicina, pues, aunque yo no adopté la identidad de médico sino a los cuarenta años, sospechamos que ella nos llevaría por buen camino. Eduardo, ya lo dije, tuvo el renacimiento de esa sorpresiva revelación profesional a mediados de los cuarenta.
No es el momento ni el lugar para volver a recontar aquello que, creo que todos quienes nos acompañan esta noche o leen lo que escribo, lo han pensado y ponderado durante estos últimos días de este pasado mes, sobre la sorpresiva muerte de mi amigo el domingo 21 de Enero.
Enero, para Sophy, sus hijas y parejas presentes y futuras, asi como para mi esposa Liliana, para mi, y para todos quienes no lo olviden, siempre será un mes de sentimientos encontrados: en enero cumplen años Sophy y su maravillosa nieta; tambien Maria Rosa de Jijón, esposa de la otra mitad -sin desmerecer a otros presentes- de mi antigua amistad, Carlos Jijón; y el pasado veintiséis fue el mio, mas también el de la partida del buen Eduardo.
Pero pecaría de irreal si no abordo de la manera más tenue y tierna aquello que sucedió con Eduardo el domingo pasado.
Pretenderé hacerlo usando “las mejores palabras en su mejor orden”, en mi opinión, la más clara y precisa definición de poesia. Será la única explicación que ofrezco como homenaje al derecho de hombres y mujeres para determinar cada cuál el destino de sus vidas, en este mundo colmado de alegrías, de incertidumbres y, a veces, de imposibles desafios.
Pues les invito ahora a traslocarnos a otra versión de la realidad. Eduardo, muchos lo saben, gusta de la buena música y la mejor literatura. Jorge Luis Borges y Joaquin Sabina, a quienes admira, lee y escucha, escribieron lineas poéticas expresamente para el, pero -Borges con su ceguera, Sabina por su bohemia- las dedicatorias, indicadas verbalmente por sus autores, y anotadas por distraídos amanuenses, se han traspapelado, nadie recuerda con precisión cómo. Mas esta noche, yo, su persistente amigo, luego de largas búsquedas en bibliotecas laberínticas y sórdidos bares, las he redescubierto, y las reivindico en su nombre y en su honor, como desearon sus autores.
Primero Borges, lacónico, exacto, con tantas ideas como palabras en cada línea:
No quedará en la noche una estrella,
No quedará la noche.
Moriré y conmigo la suma del intolerable universo.
Borraré las pirámides, las medallas, los continentes y las caras.
Borraré la acumulacion del pasado.
Haré polvo la historia, polvo el polvo.
Estoy mirando el último poniente.
Oigo el último pajaro.
Lego la nada a nadie.
Y de Sabina, maestro de la rima consonante:
Incluso en estos tiempos,
Veloces como un Cadillac sin frenos,
Todos los días tienen un minuto
En que cierro los ojos y disfruto
Echándote de menos.
Incluso en estos tiempos,
En los que soy feliz de otra manera,
Todos los días tienen ese instante
En que me jugaría la primavera
Por tenerte delante.
Incluso en estos tiempos,
De salir a reír con los amigos,
Todos los días tienen ese rato
En el que respirar es un ingrato
Deber para conmigo.
Y se iría el dolor mucho más lejos
Si no estuvieras dentro de mi alma,
Si no te parecieras al fantasma
Que vive en los espejos.
Incluso en estos tiempos
De aprender a vivir sin esperarte,
Todos los días tengo recaídas,
Y aunque quiera olvidar no se me olvida
Que no puedo olvidarte.
Eduardo quiso, desde tiempo atrás, que sus restos fueran dispersos al mar. Allí descansan, y permanecerán allí siglos después de que nosotros ya no habitemos la Tierra sino, con algo de suerte o de fe, navegemos en compañía suya.
Lo cierto es que mientras hayan océanos, el irrepetible Eduardo Rodriguez Mieles, será parte de nuestra piel o de nuestra alma, habitante recurrente en nuestra memoria, compañero y amigo en la eternidad.
Buen viento y buena mar, querido Eduardo. Guárdanos un espacio cerca de ti para contagiarnos de tu bonhomía, de tu música, de tu ciencia y de tu arte, y de tus inobjetables ganas de vivir.
