
Guayaquil, Ecuador
Textos dedicados a mis estudiantes, a lxs amigxs y compañerxs de Corredores Migratorios, al ejemplar Vicariato de Esmeraldas, a lxs defensorxs coherentes de derechos humanos y a tantos otros cuerpos especialmente frágiles y a la vez tan potentes que estamos perdiendo.
“Las mafias necesitan gente vulnerable”, resume una joven estudiante universitaria, tras la conmovedora alusión de otra compañera, acerca de cómo un afecto suyo muy frágil y cercano se había enredado en el crimen organizado.
“Ya en mi época estaba de moda pertenecer a una banda”, tercia otro, “la mayoría de mis compañeros estaban en una, y si alguien quería salirse, era violentado, como ahora en las cárceles. Yo he vivido eso antes”.
Ese “antes” se refiere a los años 2009 y 2010, o sea: cuando el Ecuador era aún una supuesta isla de paz, e íbamos rumbo a tener los índices de homicidios más bajos en América Latina, esa “paz caliente” que nos trajeron los acuerdos entre el Estado y los narcos.
Durante esa misma década gloriosa de estabilidad mafiosa y barril de petróleo a cien dólares, en parroquias humildes de la Costa madres abnegadas recurrían a encadenar a sus hijxs de 12 o 13 años a las camas, tras haber sido convertidxs en adictxs para enrolarlxs en el microtráfico.
En esos sitios, donde el Estado fortalecido y empoderado no llegaba, y con la organización social fagocitada por la supervivencia diaria, la única contención que hallaban esos cuerpos desesperados eran las iglesias, algunas fuertemente conservadoras y ultra defensoras de la criminalización del aborto, lo cual forzaba a esas chicas, si se embarazaban, tras ser violadas o no, a soportar en nombre de Dios otro eslabón de esclavitud.
¿Cómo reclamar a esas familias que se dieran cuenta de qué, con qué argumentos, si esos centros espirituales eran sus únicos salvavidas materiales?
En 2023 la Municipalidad de Guayaquil identificó a 29 planteles educativos – ¿sólo 29? – tomados por el crimen, todos en sectores marginalizados, verdaderos campos de captación de jóvenes que, por exclusión, desesperanza o vil secuestro, son presa fácil de las bandas.
¿Cómo funcionaría aplicar el mismo estudio municipal sobre implantación de redes criminales de alta gama en los planteles privados de nuestras élites, donde la ilusión no viaja en Metrovía?
En México, paradigma no sólo de nuestra violencia, sino también de nuestra cultura musical y visual, esto es: de la gramática que nos dopa e instruye en soportar y naturalizar la violencia estructural de la inequidad, son frecuentes los secuestros grupales de jóvenes, ulteriormente obligados a torturarse entre sí, para hacerles cruzar un umbral, casi sin regreso, de lo que Rita Segato llamó “la pedagogía de la crueldad”.
“Casi sin regreso” sobre todo en contextos como el Ecuador, donde la piedad sólo es retórica dominguera, y ni Estado ni sociedad conciben a las cárceles como centros de rehabilitación, sino como infiernos. Ecuador, ese país ultra cristiano donde la redención es inimaginable.
Pero la crueldad no es idiosincrática, sino al mismo tiempo una escuela y una industria, fuertemente enraizada en el aparato productivo de la maquila extractivista: la droga y su comercio son nuestro nuevo cacao o camarones, un producto de la tierra que se trafica en cargamentos de banano.
El extractivismo no sólo nos expolia económicamente. Los feminicidios en Ciudad Juárez crecieron como hongos tras la tormenta de la implantación del Tratado de Libre Comercio de Norte América, de modo similar a la eclosión de prostíbulos, es decir: centros de tortura y esclavitud, al pie de nuestras explotaciones mineras, legales e ilegales, y a lo largo de las principales carreteras que modernizaron fugazmente al Ecuador antes de la pandemia.
Lo que el Covid-19 hizo fue precarizar y popularizar ese extractivismo, hasta la escala del vecino. No es gratuito que en Ecuador el viejo procedimiento mafioso de un impuesto a los negocios o a los habitantes de una cuadra se bautizase como “vacuna”, un antídoto para sobrevivir qué pandemia.
La mayoría de mis vecinxs, lxs que se expresan, algunxs de ellxs bastante humildes, demandan aplicar a los criminales la ley de fuga y la omnipresencia de los militares y su “mano dura”. Le oponen a nuestra vida sitiada el Estado de Sitio.
“Eran buena gente mis vecinos. Yo necesitaba sal, ellos me prestaban. Yo precisaba azúcar, ellos me la daban. No sabían que eran asesinos. Lo descubrieron el día en que vinieron por mí, y decidieron hacer silencio”. (“Nuestra Señora de las Nubes”, dramaturgia de la memoria de Arístides Vargas, entre otras cosas, de las dictaduras militares en América Latina.)
El fracaso de la declaración de la guerra contra el narco en México; los falsos positivos de la paramilitarización en Colombia; la comprobada infiltración de las mafias en todas nuestras instituciones, incluyendo a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado…
Por si no bastaran estas razones, la asombrosa difusión de los ominosos abusos y humillaciones de militares ecuatorianos contra las poblaciones más vulnerables descalifica por sí sola la empresa.
Es curioso cómo el terror beneficia al statu quo y al patriarcado. Los pueblos, a su manera, lo saben. Lo que no sabemos es qué hacer con eso. A sobrevivir y a ello hemos de dedicar nuestros esfuerzos.
