El diario La Prensa, de Nicaragua, la conciencia del país

Sergio Ramírez Mercado

Madrid, España

La primera vez que un cuento mío apareció en letra de imprenta fue en 1956, cuando tenía catorce años, y fue en el diario La Prensa. Era un cuento de tinte vernáculo sobre la carreta nagua. Se lo había enviado por correo a Pablo Antonio Cuadra, a quien sólo conocía de nombre, y fue muy grande mi susto cuando lo vi publicado con gran despliegue, ilustrado con un grabado de madera, y con el subtítulo “versión de Masatepe”, señal de que Pablo Antonio me había tomado por un viejo folclorista que investigaba cuentos de camino.

Creo que eso fue en agosto. El 14 de septiembre, en la edición conmemorativa del centenario de la batalla de San Jacinto, La Prensa publicó en el espacio dedicado al editorial, un artículo mío sobre la efeméride, que me parece recordar que se llamaba “Más piedras para Andrés Castro”. Como cuentista, y como articulista, debo decir entonces que empecé mi carrera en La Prensa.

Y en La Prensa Literaria, creada después, bajo el cuidado de Pablo Antonio, se siguieron publicando mis cuentos, allí y en la revista Ventana que fundamos en León en 1960, cuando empezaba mis estudios de derecho. Y siempre repito que tuve un doble magisterio afortunado, el de Pablo Antonio Cuadra, y el de Mariano Fiallos Gil, rector de la universidad.

El de Pablo Antonio era un riguroso magisterio literario, porque publicar en La Prensa Literaria era una prueba de fuego. Si un texto no merecía su aprobación, porque no le encontraba calidad, no lo publicaba, y cuando ocurría, uno se sentía recompensado de pasar esa prueba, que era como ganar cada vez un concurso. El doctor Fiallos Gil, mi otro maestro, me abrió su biblioteca, nada menos; un hombre que sabía enseñar dentro y fuera de las aulas. Cuando publiqué mi primer libro de cuentos en 1963, llevaba en la portada una viñeta en tinta china de Pablo Antonio, y un prólogo del doctor Fiallos Gil.

A La Prensa, que alzaba su fachada en la calle del Triunfo de la vieja Managua, empecé a entrar aquel año de 1960, a llevarle personalmente mis colaboraciones a Pablo Antonio.

Se subía a la segunda planta, donde se hallaba la redacción, por unas estrechas escaleras, y adentro el barullo de los periodistas dando portazos por los pasillos, y el ronroneo de los aparatos de aire acondicionado trabajando a marcha forzada, una estrecha vecindad de reporteros de nota roja, periodistas deportivos, cronistas parlamentarios, codo con codo en los escritorios atiborrados de legajos, y las máquinas de escribir tecleando incansables en contrapunto a las máquinas de télex: Koriko, Chepe Chico Borgen, el profesor Trejos, Agustín Fuentes, Danilo Aguirre, Gustavo Montalván…

Pablo Antonio, vestido siempre con una impecable guayabera de mangas largas, trabajaba en un rincón cercano a la celosía de cemento por cuyos intersticios subía el ruido infernal del tráfico y las voces de los vendedores callejeros, al lado de su escritorio un diván capaz de acomodar quizás a cuatro personas, donde iban recalando a lo largo del día laboral toda clase de visitantes literarios, el profesor Luis Alberto Cabrales, Luciano Cuadra, Horacio Peña, Rolando Steiner, y los más jóvenes, Beltrán Morales, Edwin Illescas, Roberto Cuadra, con lo que se daba una continua tertulia en la que Pablo Antonio participaba sin dejar lo que estaba haciendo, corrigiendo pruebas, tecleando con parsimonia en su máquina, marcando textos con un lápiz de doble cabo, rojo y azul.

A esas tertulias se asomaba no pocas veces Pedro Joaquín Chamorro, y entonces las voces comenzaban a subir de tono porque también se discutía de política, hermana siamesa de la literatura en la Nicaragua de los Somoza. Pedro Joaquín, un literato también, y excelente narrador. Estirpe sangrienta es un excelente libro testimonial, y sus cuentos, muy bien escritos, están tocado por la gracia del humor.

En 1965, tras la muerte del doctor Fiallos Gil, obtuve una licencia de mi trabajo en el CSUCA en Costa Rica para trasladarme a Nicaragua y dedicarme a escribir su biografía, y buena parte de la investigación la hice en los archivos de La Prensa.

Pedro Joaquín ordenó que me habilitaran la biblioteca, situada en la vieja casona de la familia Chamorro, vecina a la redacción, y hasta allí me llevaban las colecciones de periódicos que necesitaba, y que un mensajero iba en bicicleta a buscar a una bodega donde los tomos empastados estaban depositados. Cerca del mediodía se presentaba Pedro Joaquín, que se escapaba de la redacción para conversar conmigo.

En 1973, tras el terremoto que destruyó Managua, y destruyó las instalaciones de La Prensa, le transmití a Pedro Joaquín una propuesta de Julio Suñol, entonces director del diario La República en San José, para que La Prensa se pudiera imprimir allá, en la maquinaria de La República.

Era una propuesta complicada, enviar las planas por avión, y hacer llegar, también por avión a Managua, los paquetes de periódicos impresos. Su respuesta fue punzante: “decile a Julio que muchas gracias, si la guardia se está robando la comida y las medicinas en el aeropuerto, también se van a robar los periódicos”.

En 1975, creo que ese fue el año, se hizo realidad un experimento parecido, que fue La Prensa Literaria Centroamericana, cuya edición tanto Pedro Joaquín como Pablo Antonio me confiaron: la revista, con colaboraciones de escritores internacionales muy bien remuneradas, se editaba y maqueteaba en San José, y las planas se enviaban a Managua, donde se imprimía en la rotativa de La Prensa, y también se distribuía desde Nicaragua al resto de Centroamérica. Fue una empresa quijotesca que apenas duró, creo, dos años, porque no era rentable.

En este 98 aniversario de La Prensa yo también celebro otro, el de mis 58 años de colaboración con este periódico que es parte esencial de la historia de Nicaragua, y de la lucha por la democracia, y por la libertad.

Y siempre conviene recordar el telegrama que José Coronel Urtecho envió desde San Carlos, río San Juan, a Pedro Joaquín en 1973, cuando La Prensa volvía a aparecer tras uno de sus tantos cierres arbitrarios: «para la conciencia del país, cuando La Prensa deja de salir es como que no sucediera nada, o todo fuera mentira».

Pablo Antonio Cuadra, editor del diario La Prensa, de Nicaragua, el último cuarto del siglo XX.

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