Guayaquil, Ecuador
El lamentable, aunque digno, fallecimiento de Paola Roldán hace pocos días me motivó a volver a revisar la sentencia 67-23-IN/24 en la que la Corte Constitucional resolvió, por su caso, la despenalización de la eutanasia.
El tema es apasionante, y espero pronto poder escribir un poco sobre ello a la luz de lo que señaló en vida el maestro Antonio Escohotado, para quien lejos de interrumpir la libertad, poder suicidarnos —y estar prestos a ello, si llegara el caso— es lo único que pone límites infranqueables a cualquier tiranía.
Sin embargo, hoy quiero compartir mi opinión sobre algo que llamó mi atención en la sentencia. Se trata del párrafo 45 del voto salvado, suscrito por la Dra. Carmen Corral Ponce, magistrada constitucional, cuya parte pertinente transcribo: “[la lógica de la sentencia] parte de la premisa de que es posible renunciar y disponer de derechos constitucionales (…) cuando nuestra Constitución prohíbe expresamente la renunciabilidad de derechos”. Y a continuación procede a mencionar algunos de derechos nominalmente irrenunciables, entre ellos, la seguridad social y los derechos laborales.
Imagínese, lector, si efectivamente quienes viven en este país no pudieran renunciar a estos “derechos”. Si los inspectores laborales, junto con la Policía y demás autoridades cumplieran tan bien con la prescripción orwelliana que nadie pudiese contratar, ni ser contratado, sin afiliación al seguro social y demás beneficios que establece la ley. Si se llegase a cumplir lo que parece ser el deseo de la jueza Corral, a lo mejor usted o algún conocido cercano no tuviesen trabajo ya. O puede que sea usted quien haya contratado irregularmente, en cuyo caso tendría que despedirse de sus empleados más temprano que tarde. En cualquiera de estos casos, querido lector, no seré yo quien lo juzgue.
De hecho, según la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo, en su edición mensual de enero del 2024, publicada por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censo (INEC), más del cincuenta y cuatro por ciento de la población económicamente activa se encuentra en situación de informalidad.
¿Acaso no bastaría con presionar lo suficiente a los empleadores para que cumplan con lo que la ley les obliga? No, por una sencilla razón, y es que la realidad económica del país supera las fantasías de nuestros legisladores. Por eso en el Estado hacen de la vista gorda cuando la gente libremente contrata en sus propios términos para buscarse el pan. Por eso también hay millones de personas dispuestas a cruzar el Darién camino de un país como Estados Unidos, donde ningún derecho laboral los ampara. Lo hacen para participar en un sistema de libertades donde cada uno, como dueño de lo que acá llamamos “derechos”, puede renegar de ellos si cree que eso le permitirá alcanzar un mejor nivel de vida.
Ante la tiranía de los derechos que matan de hambre, lo único que cabe para sobrevivir honradamente es renunciar a ellos y refugiarse en la informalidad. Quiero creer que este sistema laboral perverso se mantiene solo por ingenuidad y no por miserables cálculos políticos. Trabajemos, querido lector, como se pueda, hasta que la política nacional abra los ojos y dé lugar a las reformas necesarias para que Ecuador sea un país donde exista libertad para contratar, trabajar y crear riqueza.