Intimaciones de mortalidad

Marco Bustamante

Nueva York, EEUU

No pude haberlo conocido en la escuela. Y éramos muy jóvenes o con poco interés aún para fiestas con chicas. Así que supongo que fue en el cumpleaños de algún amigo común. Si, allí fue. (El amigo era un gran tenista, hoy entrenador de su deporte favorito). Nació, casi como yo, poco más de dos años antes del asesinato de Kennedy en Dallas. Cuatro yo. (Tal vez ahora intuyan que soy historiador de profesión y sepan que algo menos joven que él).

Casi dos décadas habrían de pasar para que arribaran los tiempos usuales de conocer el sexo del bebé antes del embarazo. Los ultrasonidos, ustedes saben. Su padre, que no gustaba del alcohol excesivo, pero que tampoco lo rehusaba cuando la ocasión valía la pena, dicen que tuvo la borrachera más intensa y feliz de su vida.

Su primer hijo varón por fin al cuarto intento. Si hubiese sido el quinto, y el padre torero, ustedes también lo intuyen…  Decidieron modificar en los sesenta, no la Academia, sino sus primos humoristas, el refranero español.  Y “al cuarto malo” lo tuvo con una mujer treinta años menor, la segunda esposa de su padre –la primera muerta pariendo a la tercera hija. Tiempo después, al inicio de la adolescencia, o al final de la niñez, no puede precisar, leyó la partida de defunción de quien habría sido, de no ser por “preclamsia”, y por falta de ortografía, su madre.

Desde entonces, guardó una excesiva prolijidad (o quiso creer guardarla) por la palabra escrita, que solamente se acrecentaría al llegar la adultez, con una mayor educación, cuando desconfió del diagnóstico, me dijo. Y conociéndolo, como solo yo puedo conocerlo, dudó mucho más de la idoneidad de la mecanógrafa, que entonces (y tal vez todavía), eran, en efecto, mujeres, que escribían a máquina lo que dictaban los ginecoobstetras, quienes en su mayoría si no su totalidad, por lo menos los de intachable y excelente reputación, eran entonces hombres. Quién sabe con cuantas preeclamsias (con corrección deletreadas con doble E) o eclampsias a cuestas, por costumbre cultural local, discretas, innombrables, y por vacío legal, inconsecuentes.

He averiguado bien su vida. No puedo evitar, aún ahora, o tal vez más aún, hoy que escribo sobre él, el rigor histórico aprendido con entusiasmo en la Universidad de Princeton, mi alma mater y mi lugar de trabajo. No pudimos ser compañeros de escuela, pero imposible mejores amigos. Otros contemporáneos -entrevisté a más de una docena- coinciden en que fue un buen estudiante de primaria, entre los dos mejores de su clase. Pero justo cuando notaba que su rendimiento bajaba, su hermana, aquella que sobrevivió la muerte de su madre, decidió refugiarse de su realidad enamorándose de un joven vecino. El padre no se enamoró del vecino. Pero ella tuvo más decisión que él, cuidado. Y, me cuentan, quienes tienen más exactos recuerdos, de segunda mano algunos, que se celebró, o se sufrió, o se disimuló, depende a quién le pregunten, el matrimonio entre la hermana enamorada, y el vecino de cariños refutados.

Al cuarto malo le sorprendió, relataron las tías de las tías que lo saben todo, como los añosos griots, historiadores verbales africanos de Raíces, la novela de Alex Haley, de mil novecientos setenta y seis, que, a sus once años, su madre, a quien, con el tiempo la consideró tener cierta particular clase de sobreprotección, le reveló, y con una inusual sonrisa, poquísimas semanas luego de las discordantes nupcias, que el niño habría de viajar por algunos meses a los Estados Unidos. Creo ser, más por mi experiencia personal con él, y no por acuciosidad exquisita, el mejor lector incluso de sus gestos disfrazados con mayor ahínco. Recuerdo aún su rostro entre confuso e impasible, al enterarse de aquel lejano viaje, una virtual imposibilidad en su visión del mundo, aprendida en casa, tal vez comparable a enterarte que eres multimillonario por lotería y aún no lo crees, o que en tres meses vas a morir, habiéndolo ya aceptado.

Lo usual era que sus padres, por vacaciones, lo enviaban por casi tres, casi cada año, a la ciudad de nacimiento de su madre, al sur, acompañados de primos y tíos. Y los recibían con alegría parientes, en cuya casa eran huéspedes. ¿Viaje al norte? Al norte, excepto a la escuela guayaquileña, o de explorador, a “La Puntilla”, eran sus más distantes destinos septentrionales.

Tuvo una bisabuela nonagenaria avanzada, con el tan cariñoso como dudoso alias de “Pipilita”, quien, además de haber heredado sal lojana para los chistes procaces, se jactaba de tener la mayor cantidad de arrugas por centímetro cuadrado de piel, “¡Pero estoy viva!”, aclaraba cada vez que nietos, bisnietos, tataranietos y chuznietos le acariciaban y se maravillaban, azorados, de una anciana de cutis jamás tan anfractuoso pero, a su manera y a las manos de los niños, al mismo tiempo con una áspera, pero inexplicable finura casi etérea. “La Pipilita”, como todos en realidad la llamaban, con el articulo definido siempre precediendo al nombre propio, herencia lingüística ancestral, le reportó al cuarto malo, el verdadero motivo de viaje inverosímil.

Su padre, con el mayor sigilo posible, planeó, como era costumbre entonces (y en estos días, entre desesperados, que desconocen, o no les importan, las redes sociales) poner tierra por medio entre la novia pertinaz y el desestimado pretendiente. Pero el amor eterno, que duro menos de diez años, pudo más que los subterfugios disimulados. Nunca sabremos como su hermana se enteró de los prosaicos planes paternos, aunque hay decenas de usuales sospechosos y, sobre todo, inequívocas personas de interés, pero que no vienen al caso, pues ya no están con nosotros para confirmar los rumores.

Huyeron juntos, y a la usanza de comienzos de los setenta, y de tiempos anteriores, tomaron la única opción posible, que se toleró, o se su sufrió, o se celebró, depende a quién se le pregunte.  Consumado el matrimonio, y con la eventual llegada de una delicada nieta, como será siempre costumbre, los padres del cuarto malo comenzaron a ver al esposo de su hermana a través de los ojos de la niña con piel de almíbar y sonrisas que auguraban bienaventuras, para ella y sus testigos.

Eran los tiempos cuando las compañías aéreas permitían, por un modesto recargo, cambiar el nombre del pasajero original por el de otro.

–“Es decir que el pasaje…”.

En efecto. Interrumpo. Es el único personaje inanimado, el pasaje, pero personaje al fin y al cabo que, “núbil”, carecía de pareja. Y terminó el cuarto malo en Los Ángeles, por primera vez en el hemisferio norte, incluyendo el de Quito, que no conocería sino un lustro después. “Fue uno de los peores viajes que he tenido”, me dijo. “Yo a los once, viajando por primera vez al extranjero, y con terno, por supuesto, incómodo”. (Vi las fotos). “¿Alguna vez usaste tú un terno antes de tu Primera Comunión? Yo creo que una vez al año, al pasar de grado, pero de allí irrumpían las vacaciones, con ropa normal y cómoda, y la anticipación de la diversión casi inmediata me hacían olvidarlo. Ah, y en un concurso de oratoria escolar que perdí ante un compañero que es hoy dueño de una agencia de seguros, así que su destino eran los ternos, y de seguro, je, nunca le molestaron”.

El vuelo partió de Guayaquil, y dice recordar que hizo dos escalas. La primera en el Trópico de Cáncer, potenciado e insoportable, por ausencia de aire acondicionado y por presencia del formal y asfixiante traje, en el Aeropuerto de Tocumen de Panamá, inaugurado en junio de mil novecientos cuarenta y siete, al que no le habían cambiado el clima desde entonces hasta el arribo del cuarto malo inclusive, (y tan distinto del actual); del infiernillo panameño por carencia de control ambiental interno, y por primera vez a cuarenta húmedos grados, hizo trasbordo de avión hacia la Zona Templada del Aeropuerto de Fort Lauderdale, en un avión de United Airlines, ahora, como menor no acompañado, excepto de una “bella y gigantesca azafata”, que, tomándolo de la mano, lo entrego a sus parientes en la sala de espera, y  a quien no volvería a ver, ni a olvidar, el resto de su vida.  Por curiosidad histórica -ni yo me lo creo- le pregunte sobre la azafata panameña. “Sabes que o volé como menor solitario, o se limitó a observarme de vez en cuando durante las dos horas de vuelo, presumo desde su apretada butaca de sobrecargo, al lado de su colega. (Poco le puede pasar a un único menor de edad en un avión, sentado en primera fila, que no le suceda además al resto de pasajeros, y a la tripulación, incluyendo a la discreta azafata, pero no la recuerdo. Es más, tengo claro que la espera del avión en el sudadero panameño la pase solo y bien acompañado.

-Crees que pudo haber sido tan atractiva como la de United?, no pude evitar la pregunta innecesaria y pueril.

-No. La tendría en mi mente hasta hoy.

Casi dos años después de una estadía alegre y productiva en La La Land en casa de otra buena hermana, con un nuevo idioma aprendido a cuestas, sus padres lo regresan a Ecuador. “No podía olvidar Los Ángeles, y desde entonces prometí volver. Cumplí, con responsabilidad, pero con más pena que gloria mi secundaria. Lo que más me gustaba –lo que más me gusta- era la literatura. Pero a finales de los setenta, y en Ecuador, o temía por mi futuro financiero, o me falto guía vocacional o pantalones (lo más probable las tres cosas) y me decidí por el plan B: la medicina. Sabía que había luz al final del túnel, así que traté de ser el mejor estudiante médico posible, pero en dos años suspendí mis estudios pues la vocación arrastraba.

Tuve la suerte de tener un primo que gerenciaba la más importante revista del Ecuador, y con siete años de lecturas de autores extranjeros, y de pulir mi inglés y mi capacidad de escribir a la manera periodística, gracias a una suscripción a la Revista TIME, (mis verdaderos maestros durante la escuela secundaria) revista que cada semana no me la perdía, no me la pierdo, ahora más por lealtad y nostalgia, me sentí con honestidad intelectual para solicitar un trabajo allí. Se dieron las cosas, me entrevistaron, me probaron, y me contrataron. Sin embargo, al año, retornó el temor, pero más aún, cometí el error adrede, de volver a pensar en regresar al norte, pese a saber que ‘al lugar donde has sido feliz nunca debes tratar de volver’, y decidí encaminar mi vida para lograrlo”.

Entonces lo detuve, fingiendo cambiar de conversación, ante una aseveración con vestigios más poéticos que históricos. Suelo no publicar tan largas citas de mis entrevistados sin contrastes intercalados. Lo hice ahora pues es mi amigo desde siempre, no tiene fama de fanfarrón, y aún existen, en una pequeña habitación semiabandonada de la casa de sus padres en Guayaquil, a la que tuve acceso, pruebas de lo que dice (además de entrevistar luego a las personas a las que alude).

Vi sus antiguos libros, cuyas fechas de edición coinciden con su recuento. Vi la primera revista TIME que compró, (arrumadas en la habitación ensombrecida por el polvo y la mala iluminación, junto a cientos de otras, apolilladas y legibles), en un quiosco al pie del antiguo edificio de Correos del Ecuador en la calle Chile, en 1976: “She is Perfect. But the Olympics are in Trouble”, dice la portada, con una foto de la gimnasta Nadia Comaneci, algunas de cuyas rutinas, por primera vez en la historia olímpica merecieron un diez.  Vi sus libros de medicina de los ochenta. Mientras que estos tienen resaltes evanescentes, hechos con marcadores alguna vez rojos, verdes o amarillos casi incandescentes cuando subrayó las líneas de texto, décadas atrás (tal vez sus primeros esfuerzos como “editor” atípico), vi sus libros no médicos, en cuyas últimas páginas persisten, muy claras, manuscritas de su puño y letra dos fechas, que representan el día cuando inició y concluyó sus lecturas. Nunca acabó, por lo menos en Ecuador, de leer un libro de medicina, usando este criterio, ni tampoco sabemos cuándo lo inició.

-¿Sabes qué dos cosas importantes sucedieron al culminar mi primer año de medicina?, dio marcha atrás en el tiempo.

Fue uno de la docena entre más de cien estudiantes que, con un esfuerzo, para él al borde del heroísmo, aprobó el duro primer curso con la totalidad de materias sin suspensión. La segunda fue que, esta vez sin tragedia matrimonial de por medio, sus padres lo premiaron con un viaje a Miami. Habría de retornar a Estados Unidos luego de siete años. Fue a la biblioteca de la Universidad de Miami, y compró una colección de ilustraciones, una docena de tomos de pasta dura, pesadas y de gran dimensión, embaladas en una caja de madera protectora de la obra, pero no de su endeble musculatura, muy conocidas en el campo, La Colección Ciba de Ilustraciones Medicas, del mejor ilustrador del siglo veinte, el doctor Frank Netter. Fue su equipaje de mano al retornar a Guayaquil. “Mi carrera de medicina le debe mucho a Netter”, me dijo.

Hizo su pasantía rural en Guayaquil, ya como médico en Ecuador, y en simultáneo, buscó la manera de regresar a Estados Unidos –el lugar donde había sido feliz– para sus estudios de postgrado. Mientras  estudiaba medicina colaboró mayormente como escritor freelance en la revista Vistazo en Ecuador, escogió lo que consideró lo menos malo de sus escritos, los tradujo al inglés, y aplicó -jura no recordar ni cómo ni cuándo llegó a saber, pero presume que fue a través de sus lecturas sobre política estadounidense en TIME, y aplicó para una beca Fulbright, con todos los gastos cubiertos, incluso un suficiente estipendio mensual, que la ganó junto a otra docena de aplicantes, y lo aceptaron en una de las cinco mejores escuelas de periodismo, la E.W. Scripps School of Journalism, en Ohio University.

Con aprobación de la Comisión Fulbright, “puso sus papeles”  en la vecina escuela de medicina a los tres meses de llegado, y cosa improbable pero cierta, le duplicaron los gastos de colegiatura, y pudo equiparar sus conocimientos, en principio los de las llamadas ciencias básicas, como fisiología, bioquímica, inmunología, mientras en trimestres alternos, se turnaban la escuela de periodismo y la de medicina en cubrir los gastos con la dupla de colegiaturas asignadas y en materias de sus campos respectivos, que él las usaba para avanzar en ambos indistintamente, cual fuera la materia pendiente a estudiar.  Aprobó en los dos ámbitos. Y obtuvo una maestría en periodismo, y otra en microbiología. Tuvo éxito en sus exámenes médicos norteamericanos, consiguió un residencia de entrenamiento por tres años en el Hospital Lenox Hill, en Nueva York,  obtuvo la licencia irrestricta para la práctica médica en ese mismo Estado, y nunca más volvió a mirar atrás.

Hasta que tuvo que hacerlo.

Yo estaba de vuelta en Princeton, investigando sobre la materia en la que se me considera experto, el conflicto israelí-palestino, para un libro a ser publicado en un par de años, o tal vez más. Creo, con desazón, que su enemistad superara la fecha final de publicación de mi estudio.  A través de unos de mis grupos de WhatsApp, me enteré de su muerte. Siempre, lo recuerdo, quiso pasar ese trance “como los olvidados: a mayor discreción y soledad, mayor la dignidad”. Sus padres fueron longevos. El padre celoso se fue, días antes lúcido y añoso a los noventa y cuatro años, luego de una caída, con golpe de cabeza y hemorragia interna, que comprimió su cerebro y termino con él.

Su madre, que para entonces había vivido los últimos diez anos de su vida en Florida, dejó establecido con claridad innegociable, que su deseo era morir en su cama. Se negó con inequívoca vehemencia a las sesiones de diálisis. La mañana de su muerte, me explicó un médico amigo, lo más cierto es que su deceso fue por acumulación de potasio, que sus riñones ya no podían eliminar. Su corazón, segundos antes del final, palpitó mal o dejo de hacerlo, a juzgar por el beatífico orden, sin rasgos de ansiedad ni sufrimiento ni violencia en que la policía encontró el cadáver, aún arropado con las frazadas de la noche anterior, pero pálida, aún tibia, y sin respuestas.

La agonía de mi amigo fue más pausada, y para mí, no entrenado en medicina, compleja. Sé que tenía las mismas enfermedades de las que padecemos casi todos: hipertensión por envejecimiento, y seguramente, me explicaron, por su negligencia con el ejercicio; grasas elevadas, “por genes, no por exceso de peso”, siempre aclaraba, diabetes, un stent coronario desde la media de la cuarentena y otras más, como gota e insomnio.  Hablé con sus médicos. Lo hicieron, pues además de su esposa y su hermana, estaba mi nombre entre los autorizados a compartir su historia clínica. “Historia”. Mi campo profesional, no pude evitar pensarlo. Y decidí tratarla con el detalle y rigor de un historiador.

Su doctor principal, del Hospital Mount Sinai en Nueva York, en donde mi amigo había trabajado por más de veinte años, me dio contexto y explicaciones claras y pausadas, cuando le dije de mi profesión, anticipando tal vez ya, mis intenciones futuras. (El médico había tomado varios cursos de literatura e historia en la Universidad de Columbia, antes de decantarse por la medicina.)  Fue un cumplido paciente con las múltiples medicaciones asignadas. Pero una de ellas, tal vez un antibiótico, u otro para su recurrente gastritis, al inicio y con disimulo, atacaron sus riñones, lo que los expertos llaman una nefritis intersticial. Había perdido más del 70% de su función renal que las altas dosis de esteroides mejoraron.

Continuó trabajando hasta que más no pudo. Descubrió, todavía funcional y en ejercicio de su profesión, en sus exámenes trimestrales que él mismo se ordenaba, que la misteriosa ligera anemia, luego de los iníciales estudios de su tubo digestivo, todos negativos, tenía otra causa adicional a las de los afectados riñones, que intervienen, cuando sanos, en la normal producción de glóbulos rojos, pues notó ciertos indicios sanguíneos.

Se autodiagnosticó con mieloma múltiple, luego confirmado por biopsia, un tipo de cáncer de las células plasmáticas que, normalmente controladas por los respectivos genes, producen nuestros anticuerpos, parte de nuestra inmunidad. Hay varios tratamientos efectivos, y hay enfermos que pueden vivir muchos años con la enfermedad tratada, siempre y cuando no se tengan los rasgos de mal pronóstico.  

Pero, para comenzar, los genes alterados de mi amigo tenían la tripleta menos deseada: deleción en el brazo corto del cromosoma diez y siete; translocación de material genético entre el cromosoma cuatro y el catorce; y translocación entre el cromosoma catorce y el diecisiete, me explicó con detalle el fallido colega pero experto doctor. Además, tenía huellas en su piel de este mieloma, o mieloma múltiple extramedular, lejos de la medula de los huesos, donde viven las células plasmáticas. Y por si esto fuera poco, dos proteínas marcadoras, la LDH, y la microglobulina b12, estaban por los cielos, y tampoco, otro mal signo, los primeros tratamientos iniciales lograron respuestas exitosas.

 Justo en esos días, tenía yo otro tipo de entrevista en el Council of Foreign Relations, la renombrada institución de investigación sobre política internacional, en Nueva York (y en Washington, por supuesto, cerca de la Casa Blanca) que publica la venerable Foreign Affairs, cada quincena, equivalente en prestigio y rigor, al semanario New England Journal of Medicine.

Tome un taxi desde la calle 68 en Manhattan hasta el 1470 de Madison Avenue donde mi amigo estaba recibiendo una infusión ya paliativa, me advirtió su médico. Sería, me dijo el paciente, su última, pues era “refractario por partida triple”, a las tres clases de medicamentos hasta entonces disponibles.  Habían pasado más de dos años de su diagnóstico inicial. Me recibió, sorprendido con la sonrisa de siempre, mucho mas delgado que de costumbre, y de un aspecto premonitorio y lúgubre.

-¡Hola, Xavier!”, me saludo con una voz débil, casi susurrante. Hice lo mejor que pude para disimular mi sorpresa y mis sentimientos, pero se interpuso.

-Si vienes a preguntar si ya recuerdo a la azafata panameña, pues te diré que totalmente sí, pero es un secreto que no lo pienso compartir. Solamente te regalaré esto, pues sé que es lo único que te interesa. Si, era más voluptuosa que la americana. Ahí lo tienes. Mientras estas en quimioterapia, y sabes que tienes poco tiempo, tu memoria se agudiza.

-En efecto, le dije, ese fue el motivo de mi visita. “No podía estar tranquilo, ni mi escrito completo, sin alguna descripción de tu nana centroamericana de vuelo”.

– ¿Cual escrito?

– Una broma, le mentí. Estoy escribiendo un libro sobre el conflicto israelí-palestino, y vine a una entrevista aquí. Y me enteré de ti.

-¿Imagino a través de tus grupos de WhatsApp, no?

-Algo así, respondí, sabiendo de su afán de terminar sus días en privacidad.

-Mira, desde que se inició esto del internet, la propagación de las noticias, y de los chismes, que, en mi estado actual, son la misma cosa, ya no es la misma. Ha desaparecido la privacidad. Y encima con la visita de un historiador, asiduo a Instagram, a Facebook, a Telegram. ¿Ya solo falta que también a Truth Social?

-Bueno sí, a todas, pero por necesidad profesional.

-Mis pacientes me tenían podrido con las preguntas por internet. Así que me descolgué por completo. ¡Vaya que me descolgué! Y dio una vista global a lo que quedaba de su cuerpo.

-¿Cómo te sientes?, pregunté, por seguir la conversación.

-Fantástico, Xavier, ¿no es obvio? Mira, el mieloma múltiple refractario no se lo deseo a nadie. Totalmente matapasiones. Mejor cuéntame algo de tu investigación histórica.

-Claro. Trata sobre el fracaso de Palestina, a diferencia de Israel, en lograr un pedazo de tierra que puedan llamar su patria. La próxima semana viajo a Israel y a Palestina, o lo más cerca que pueda llegar. Igual, mis entrevistados son diplomáticos y académicos, todos a buen recaudo. Pero igual quisiera, a falta de mejores palabras, atestiguar el color local de ambas tierras. Por infortunio, de nuevo, es el rojo el color primario principal hasta ahora.

-¿Pasa algo nuevo entre ambos?

Comprendí, y con la mayor naturalidad le expliqué lo sucedido desde octubre: el ataque palestino, aparentemente sorpresivo, a Israel; la toma de rehenes; la respuesta, para muchos indiscriminada y desproporcional del gobierno judío; las muertes civiles de lado y lado, muchas violentas e incomprensibles, excepto cuando justificadas como colaterales, la versión bélica de decir que las victimas estuvieron en el lugar y tiempo errados en tal sitio, es decir, su propia casa; la compleja y abigarrada respuesta mundial a favor de uno, y en contra del otro. Y lo más reciente, los movimientos estudiantiles palestinos y judíos, que se habían tomado, por ejemplo, en Nueva York, parte del campus de la Universidad de Columbia, como en los sesenta, por distintos motivos.

-Gracias por ponerme al día, Xavier. “La ignorancia es la dicha”. “Ignorance is bliss”.  Aquí la repiten sin interesarse siquiera quién fue su autor, y que no es una “frase”, sino parte de una oda lírica de diez estrofas. Thomas Gray. Ingles. 1747. Explora temas como el paso del tiempo, la pérdida de la inocencia y el contraste entre la vida despreocupada de la juventud, y los sufrimientos y penas de la adultez. Como anillo al dedo, ¿Estás de acuerdo?

-Bueno, es válida para todos, ¿No lo crees?

-Cuando la ignorancia es la dicha, es locura poseer sabiduría, así termina el poema. Hubiese querido, a veces, no saber de medicina. Con cada mala noticia que me daban sobre mi pronostico, supe casi de inmediato que no llegaré al dos mil veintiséis. Son estúpidas las preguntas cuando ya conoces las respuestas. Mientras que otros como yo, con cromosomas más benignos, además de tratamiento, viven décadas. “Es locura poseer sabiduría”, Xavier.

-Te comprendo. Pero no podemos escapar de nuestra propia piel.

-Supongo. Pero cambiemos de tema. ¿Cuándo es tu viaje a Medio Oriente?

-Pasado mañana. Vuelo directo a Tel Aviv, por El Al. ¿Recuerdas que tienen la más exitosa seguridad en aviación? Jamás, ni en las crisis mas agudas, alguien ha logrado bajarles una aeronave.

Esbozó una media sonrisa, me deseó suerte, y le prometí una próxima visita.

-De aquí no me muevo, me dijo, a manera de despido.

De Israel viajaba una semana después, a Washington, a más entrevistas, y a una conferencia, justo en el Council of Foreign Relations. Habían logrado que Anthony Blinken, el actual Secretario de Estado norteamericano, trate justo sobre el tema de mi libro, y no me la quería perder -aunque de seguro la publicaban en la próxima Foreign Affairs, pero no quería esperar.

Mi esposa suele acompañarme a mis viajes. Pero quería evitar cualquier situación riesgosa, y accedió a quedarse en Princeton esta vez. Se alegro cuando le conté que estaba por terminar lo que sería una especie de memorial para mi gran amigo.

-Envíame una copia. Tengo curiosidad por leer algo que no sean guerras, conflictos, aunque propongas alternativas.

– Por supuesto. Esta casi concluida. Pero no te confundas. No hay guerras, pero si conflictos y la certeza de una única muerte, tal vez la más penosa para nosotros.

Vino entonces a mi mente la línea de una melodía favorita:

– “¿Dónde está la canción que me hiciste cuando eras poeta?”

“Terminaba tan triste, que nunca la pude empezar”.

Fueron los últimos pensamientos poéticos en letra escrita de Xavier. Las autoridades hallaron el papel manuscrito en el bolsillo de su camisa impregnada con el color primario favorito de la zona. Igual, no comprendieron su verdadero significado, por falta de contexto, al ser traducido. Estuvo en la hora y lugar errados cuando una precisa bala de un francotirador en Gaza, lo alcanzó, justo cuando había encontrado, distraído por la solución del único problema, que en donde estaba, parecía tenerla: el final de la nota memorial para Marco Bustamante, el amigo de siempre.  Llevaron el cadáver a Princeton, y fue sepultado con honores. Por la proximidad de su muerte, la conferencia del alto funcionario, y gracias a la simpatía lograda entre Blinken y el Profesor de Princeton, Xavier Cerati, durante la recepción luego del encuentro académico en Washington, el Secretario de Estado asistió a sus exequias.

Marco, en efecto, no llego al veintiséis, pero pudo leer su encomio póstumo. “Lo más cerca de este lado de la realidad, a Tom Sawyer, de Mark Twain, que se las dio para asistir, escondido, a su propio funeral, pero yo sin planearlo”, me dijo. Lo más parecido a un funeral fue el encomio de Xavier, pues Marco había decidido que, a su muerte, sus cenizas fueran divididas entre las aguas del Guayas y del Hudson.

 Siempre nos confundían, pues compartíamos el mismo nombre de pila y algunos rasgos. Así que le pedí a Liliana de Bustamante, de parte mía, Liliana de Cerati, o viudas de Marco y  de Xavier, que le pidiera a su gran amigo Carlos Jijón, director de La República, que publicara el último escrito de su esposo, en celebración de la vida de su amigo. Entiendo que no dudó en hacerlo.

-Mayo 5, 2025.

  • Se trata de la primera metaficción de Marco Bustamante, médico por la Universidad Católica de Guayaquil, con una maestría en Periodismo por Ohio University, y otra en Microbiología por el mismo centro de estudios. Colaborador habitual de LaRepública, actualmente reside en Nueva York, donde ejerce la medicina en The Mount Sinai Hospital.

Más relacionadas