De nazis y animalistas

Fernando López Milán

Quito, Ecuador

La primera ley de protección de los animales de Europa fue promulgada, en el año 1933, por el régimen nazi presidido por Adolf Hitler, y la Solución Final: el exterminio masivo de los judíos, comenzó a aplicarse en 1941.

Para los nazis, la realización de su proyecto político requería del exterminio de ciertos grupos humanos que consideraban inferiores, como los judíos y, para los ambientalistas extremos, la Tierra sería un lugar mejor si no hubiera humanos que impidan el funcionamiento natural de la vida.

A diferencia de los ambientalistas, sin embargo, el proyecto nazi se centraba todavía en el hombre, aunque reducido a la raza aria, mientras que el proyecto de los ambientalistas se centra en la naturaleza o en la Pacha Mama, de la que el hombre es un simple accidente o una forma de vida con el mismo valor que cualquiera de las que pueblan el planeta Tierra. Los ambientalistas, así, han sustituido el antropocentrismo, idea en torno a la cual, a lo largo de la historia, se han estructurado las diversas civilizaciones y culturas creadas por el ser humano, por lo que ellos denominan “biocentrismo”.

Las diferentes líneas del ambientalismo, del que forma parte el animalismo, son gradaciones de un proyecto antihumanista que ha empezado a consolidarse en Occidente desde, por lo menos, los años sesenta del siglo pasado.

Este proyecto, que se expresa como amor a la naturaleza y a los animales, concibe al ser humano como un factor intrusivo en el libre juego de la biología. Y la biología, no se olvide, fue una de las preocupaciones centrales de los nazis.

A causa de sus tendencias destructivas, los animalistas piensan que el hombre debe ser sometido a un control extremo, que reduzca lo más posible su campo de acción en la naturaleza y que limite sus relaciones con los animales a las que ellos consideran necesarias y adecuadas. Adecuadas, se entiende, a la forma de ser de los distintos animales y a sus necesidades específicas, más que a las necesidades de los hombres.

Pese a que los animalistas defienden la igualdad esencial de los hombres y los otros animales, no están dispuestos a dejar que las relaciones entre ellos se regulen de manera espontánea, de acuerdo con las posibilidades de cada especie, sino que encargan el control de dichas relaciones a un artificio exclusivamente humano: el Estado. Ellos quieren más regulaciones y una mayor intervención del poder público en la vida de la gente, de la que tanto desconfían.

La crítica al antropocentrismo, característica del ambientalismo y el animalismo, se advierte con claridad en la exposición de motivos del proyecto de LEY ORGÁNICA PARA LA PROMOCIÓN, PROTECCIÓN Y DEFENSA DE LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES NO HUMANOS,  en el que se afirma que “Los animales no humanos han sido excluidos de la esfera de moralidad y los sistemas jurídicos humanos (lo que) ha derivado en la legitimización de su explotación y discriminación sistemática, sin reconocérseles derechos, libertades ni el estatus jurídico de personas”.

Para los proponentes de esta ley, los animales no solo son personas, sino también sujetos de derechos, y en su calidad de personas y sujetos de derechos nos acompañan en “la búsqueda del sumak kawsay” (sic), de manera libre y voluntaria y, se diría, que incluso racional, pues, si no es  así, ¿cómo se entendería eso de que hay reconocer “la capacidad de elegir de los animales no humanos de manera individual y/o colectiva, para coexistir e interrelacionarse con otros, que formen parte de la biodiversidad de los ecosistemas”? Esto supondría, como si de una tira cómica se tratase, que una gacela, que desde siempre sabe que los leones son aficionados a su carne, podría rehusar a juntarse con estos, y estos deberían respetar su decisión de mantenerse alejada. Lo dicho se aplicaría, también, por eso de las decisiones colectivas, a una asamblea de gacelas.

Como creen posible esta fantasía, los proponentes de la ley sobre los derechos de los animales aplican a estos conceptos que, como discriminación o poder, antaño se aplicaban exclusivamente a las relaciones entre los seres humanos. Según la propuesta de ley, los animales “deben ser protegidos principalmente desde una óptica que se centre en su individualidad, e identifica a las relaciones de poder que condicionan y limitan el ejercicio de los derechos de los animales no humanos, las cuales deben ser erradicadas del Estado y la sociedad”.

De tan “humanizante”, la propuesta se torna absurda, pues, a no ser que se trate de los animales domésticos, la relación de los hombres con los animales no puede ser otra que una relación entre especies; piénsese, por ejemplo, en la pesca y el consumo de pescado. Y luego, Moby Dick y el capitán Ahab son no otra cosa que un símbolo y una pareja literaria.

De la individualización llevada al absurdo, la propuesta pasa a un holismo del mismo tipo, expresado como “una sola salud” y un “solo bienestar que es la interconexión entre el bienestar animal, el bienestar humano y el ambiente”. La aspiración al bienestar global es, obviamente, una utopía, puesto que si algo caracteriza a los procesos de la biología en este planeta no es, precisamente, el bienestar – en el caso de que esto tuviera algún significado para los animales-, sino el terror, el hambre, la enfermedad, el dolor, la ansiedad.

En la naturaleza, y pese a que los proponentes del proyecto de ley consideren “a los animales no humanos como sujetos de derechos con dignidad valor inherente y no solamente un medio para la consecución de los fines de otros”, todos los seres son medios de vida de otros, existen para que vivan otros, vinculados en la cadena trófica o alimenticia, de la que cada uno es un eslabón.

Tiene mucha razón Wislawa Szymborska cuando se pronuncia en contra del primitivismo pop, que promueve el retorno del hombre a la naturaleza, pues, según dice, en un medio absolutamente natural, en el que el hombre viva en igualdad de condiciones con los demás animales, los virus y bacterias, su vida sería breve y miserable.

No hay otra opción, entonces, que volver al antropocentrismo. El antropocentrismo es la única opción filosófica que permite destacar el valor diferencial -y por eso precioso- de la vida humana en la Tierra y la única capaz de orientar nuestras acciones y dotarles de sentido humano: el único al que podemos aspirar.

Solo desde una visión antropocéntrica es posible hablar de derechos: una categoría que no puede tener más referente que los seres humanos, en la medida en la que solo estos, entre todas las especies biológicas que pueblan la Tierra, han sido capaces de idearlos, crearlos e introducirlos como elementos reguladores de sus relaciones con sus semejantes y sus instituciones.

El antropocentrismo, que reconoce nuestra desigualdad fundamental con las demás formas de vida, es la base de cualquier propuesta de protección de los animales -no de sus derechos- que podamos concebir. Los animales no tienen derechos, decía Fernando Savater, porque no están en la capacidad de obligarse moralmente. Y las obligaciones que adoptemos en referencia a nuestras relaciones con ellos son acuerdos entre humanos, exigibles entre humanos, porque nadie más que los humanos pueden responder a las exigencias planteadas por sus semejantes.

En las últimas semanas, se ha debatido sobre artículos específicos de la LEY ORGÁNICA PARA LA PROMOCIÓN, PROTECCIÓN Y DEFENSA DE LOS DERECHOS DE LOS ANIMALES NO HUMANOS, sobre todo, aquellos referidos a la economía agropecuaria. Se ha dejado de lado, en cambio, la discusión sobre los principios filosóficos que orientan dicha ley.

La concentración del debate en los detalles de las normas ha impedido que sus críticos se fijen en las amenazas, y no solo a la economía, que este proyecto de ley expresa. Sigilosa, suavemente, el proyecto antihumanista se va colando en nuestra legislación y costumbres; en la política.

De seguir así, un día nos encontraremos con que los seres humanos, los animales no humanos, como ahora los llaman, se han vuelto prescindibles. El surgimiento de los totalitarismos del siglo pasado obedeció, entre otros factores, a la falta de conciencia del peligro que, para el proyecto humanista gestado desde el Renacimiento, representaban ciertas ideas políticas que negaban a parte de la humanidad la condición de seres humanos plenos, distintos, por ello, de los animales. Los millones de muertos de la Segunda Guerra Mundial algo deberían enseñarnos al respecto.

Animalistas presentan a la Asamblea proyecto de Ley Orgánica de Bienestar Animal.

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