La Habana, Cuba
Ha pasado un mes desde que los venezolanos salieron a votar masivamente el pasado 28 de julio. Desde aquel domingo, han crecido los reclamos para que Nicolás Maduro muestre la totalidad de las actas electorales, pero en ese amplio coro que exige transparencia falta la voz de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). La entidad regional no ha emitido documento alguno sobre lo sucedido durante estas cuatro semanas en el país sudamericano.
El silencio de la Celac no sorprende. Los intentos de consensuar entre sus miembros una declaración en torno a Venezuela están condenados de antemano al fracaso. Por un lado, el bloque de los que apoya incondicionalmente al actual inquilino de Miraflores, con Cuba a la cabeza, bloquearía cualquier documento que cuestione el resultado publicado por el Consejo Nacional Electoral (CNE) que proclama a Maduro ganador de los comicios.
Por su parte, Brasil y Colombia apuestan por una solución negociada que incluya convocar nuevas elecciones, algo que permitiría al partido gobernante ganar tiempo, apretar las clavijas represivas y mantenerse en el poder. Un ala más frontal al chavismo, donde se ubican Chile, Uruguay y Argentina, tiene palabras y posturas más duras contra lo que ya se ha convertido en el fraude electoral más descarado de la historia reciente de América Latina.
Sentados a la mesa de la Celac, es poco probable que de ese conglomerado salga un mensaje que ponga los intereses del pueblo venezolano por encima de las rencillas entre bandos. A fin de cuentas, la entidad nació principalmente del empuje de líderes como Hugo Chávez, obsesionado con restar terreno a la Organización de los Estados Americanos (OEA) y con crear un organismo regional más dócil y callado ante las violaciones de derechos humanos y civiles de los regímenes autoritarios del continente, al estilo del implantado por su guía político, Fidel Castro. De aquellas mordazas nacieron estos silencios cómplices.
Hace diez años, la Celac proclamó a la región como una «zona de paz». En una declaración que rubricaron los presidentes de los países que la conforman, sus miembros se comprometían, entre otras cosas, a acatar la igualdad de derechos y “la libre determinación de los pueblos”. El documento, leído por un octogenario Raúl Castro que nunca fue elegido como gobernante en las urnas, recordaba los “principios de paz, democracia, desarrollo y libertad” que inspiraron la creación de la Comunidad. Pero, en esencia, se trataba de un documento para evitar reclamos foráneos cuando, dentro de las fronteras de un territorio, un partido o un grupo ideológico le impusieran al resto de sus conciudadanos un modelo político, por la fuerza y sin caminos pacíficos para un cambio de rumbo.
Los promotores de la Celac se blindaban así las espaldas. Hablaban de soberanía, pero solo entendida a nivel de naciones, nunca de individuos; apelaban al compromiso de “no intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de cualquier otro Estado” para callar cualquier reclamo internacional cuando los caudillos cortaran las libertades ciudadanas, secuestraran la voz de su pueblo y usurparan la representatividad de toda una población. De aquellas mañas verbales salieron también las actuales omisiones.
La Celac no va a pronunciarse a favor de que se publiquen todas las actas electorales de Venezuela, tampoco emplazará a Maduro para que escuche la voz de las calles, se aparte de la silla presidencial y dé pasos hacia una transición democrática. La organización que alardeó de haber contribuido a crear una «zona de paz» ha quedado muda. Tristemente, su silencio es una forma de echar leña al fuego del conflicto, de abandonar a las víctimas de la violencia gubernamental y de prolongar el sufrimiento de millones de personas.