Sobre el ministro de gobierno

Carlos Jijón

Guayaquil, Ecuador

Camilo Ponce Enríquez tenía 32 años cuando el entonces presidente José María Velasco Ibarra lo nombró canciller de la República. Fundador del Partido Social Cristiano, años después, en 1952, cuando tenía 38, durante el cuarto velasquismo, el aristocrático Ponce fue el ministro de Gobierno que logra la proeza de que el viejo patriarca termine el único de los cinco gobiernos para los que fue elegido.

No es que la edad sea importante. Es solo un número, dicen algunos. Pero Roberto Aguilar ha escrito el jueves, en Expreso, que el ministro Arturo Félix Wong, de 36 años, es demasiado joven para no tener más experiencia política que la del correísmo, lo que le haría creer que la prepotencia es una virtud.  Y le ha advertido que la juventud no es pretexto para nadie.

No lo es. Adolfo Suárez tenía 38 años cuando el rey de España lo designa presidente de Gobierno y bajo su conducción acuerdan los famosos Pactos de la Moncloa que cimentan las bases de lo que sería la Tercera República española, hoy en vigencia. Winston Churchill tenía 66 cuando el Parlamento Británico lo eligió Primer Ministro para que enfrente a Hitler.

La edad no significa nada. Ni tampoco es cierto que el pasado haya sido siempre lo peor. En el “viejo Ecuador”, como lo describe insistentemente el joven presidente Daniel Noboa, existieron ministros de Gobierno como Vladimiro Álvarez, durante el período de Osvaldo Hurtado, un ejemplo de honradez y dignidad republicana. Sin alzar la voz, condujo la nave del gobierno en medio del mar embravecido de la oposición, curiosamente simultánea, de las cámaras empresariales, los sindicatos de los trabajadores y casi todos los medios de comunicación.

Luis Robles Plaza, el ministro de Gobierno del presidente León Febres Cordero, era un viejito adorable que enfrentó a sangre y fuego a la guerrilla de Alfaro Vive Carajo, sin gritarle a nadie, y que al final del régimen prácticamente la había diezmado sin decretar ningún estado de guerra interna. Con una cortesía exquisita, cuando fue acusado de graves violaciones a los derechos humanos, desapariciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales, acudió al Congreso Nacional, y pidió a los “honorables legisladores”, como los llamó, que voten como a bien tengan.

No quiero dejar de mencionar al entonces joven Heinz Moeller, que sucedió a Robles Plaza durante el difícil último año de Febres Cordero; ni a Andrés Vallejo, el premier de Rodrigo Borja; ni a Alexandra Vela, durante el breve período de Guillermo Lasso; pero quiero detenerme en María Paula Romo, la ministra de Gobierno de Lenín Moreno, que cumplió la enorme tarea de desmontar el correísmo, incrustado en los organismos de control.

Bajo su conducción política, el gobierno llamó a una consulta popular que arrebató, de las manos del expresidente Rafael Correa, la Fiscalía, la Contraloría, todas las superintendencias, para que sean nombradas por una comisión de participación ciudadana conformada por hombres probos a quienes nadie controlaba. Después enfrentó las más violentas movilizaciones indígenas, y logró mantener la democracia, con mano firme, sin gritar, y entregar luego el poder a la oposición al correísmo, triunfante en unas elecciones libres.

Ese es el “viejo país” que denuesta el joven presidente Noboa, de cabeza en una campaña por la reelección con un lema que ya se ha repetido con insistencia en el “viejo país”: desde la fuerza del cambio de Jaime Roldós, a fines de los 70, las promesas de refundar la nación se han vuelto ya cansonas y demasiado generales. Vivimos en un país con Historia. Una Historia que hay que mirar, por lo menos para no cometer los mismos errores que en el pasado.

El secretario de la Administración, Arturo Félix, y el presidente Daniel Noboa, en el Salón Amarillo del Palacio de Carondelet, el 5 de diciembre de 2023. Fotografía: Isaac Castillo-Presidencia de la República

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