
Guayaquil, Ecuador
En las últimas décadas, hemos sido testigos de un cambio drástico en la dinámica del poder cultural y político. La democracia, tradicionalmente fundamentada en la representatividad y el consenso, ha evolucionado hacia un sistema que hoy vamos a denominar como “minoricracia”: un régimen en el que pequeñas pero ruidosas minorías imponen su visión del mundo a la mayoría, con frecuencia a espaldas del pueblo y sin debate abierto.
Un caso reciente en Ecuador, relacionado con la “niñez trans” y su inclusión en el sistema educativo, es un ejemplo claro de esta dinámica y sus implicaciones sociales, culturales y jurídicas. En una minoricracia, el poder no descansa en la mayoría ni en los valores democráticos tradicionales, sino en pequeños grupos ideológicos que han logrado dominar instituciones clave como los medios de comunicación, las escuelas y los gobiernos.
Estas minorías emplean estrategias de presión social, como la cultura de la cancelación y el descrédito público, para callar las voces disidentes. En este contexto, el debate y la argumentación han sido sustituidos por el adoctrinamiento y la imposición de creencias. Este sistema redefine conceptos esenciales como la justicia, la igualdad y la libertad, estableciendo un marco en el que únicamente las ideas avaladas por estas minorías son aceptadas.
La sentencia del caso Salinas
El 8 de enero de 2025, la Corte Constitucional del Ecuador emitió la sentencia 95-18-EP/24, la cual obliga a todas las instituciones educativas públicas y privadas a reconocer, aceptar y apoyar los procesos de transición de género en niños y adolescentes. La sentencia también dispone la creación de un protocolo por parte del Ministerio de Educación para garantizar la inclusión y evitar la discriminación hacia estudiantes con identidades de género diversas.
El caso comenzó con la inscripción de un niño español de cinco años en una escuela de la costa ecuatoriana, cuyos padres exigieron que el menor fuese tratado conforme a su identidad de género femenina. Aunque la institución educativa tomó medidas intermedias, como permitirle llevar cabello largo, estas fueron consideradas insuficientes por la Corte, que concluyó que la negativa de reconocer su “nombre social” y permitirle usar baños y uniformes femeninos violaba sus derechos a la igualdad y al libre desarrollo de la personalidad.
La decisión de la Corte ha generado polémica, no solo por su impacto en el sistema educativo, sino también por el precedente que sienta al incorporar conceptos de género basados en ideologías que carecen de consenso científico.
Asimismo, la sentencia no toma en cuenta los derechos de los padres a decidir sobre la educación de sus hijos, y obliga a las instituciones educativas a adoptar medidas que pueden entrar en conflicto con los valores de las familias. Esto refleja una tendencia preocupante: la imposición de una ideología sin un debate público amplio y transparente, algo que caracteriza a una minoricracia.
Varios expertos han advertido sobre los riesgos de promover transiciones de género en niños pequeños. La falta de madurez para comprender las implicaciones a largo plazo, el riesgo de diagnósticos erróneos y el fenómeno del “desistimiento” —por el cual la parte de los niños con disforia de género abandonan esta identidad al llegar a la pubertad— son factores ignorados en la sentencia. Además, el impacto social de estas políticas, como en el ámbito deportivo, donde las diferencias biológicas son relevantes, tampoco ha sido considerado .
Este caso es un claro ejemplo de cómo una minoría ideológica puede capturar las instituciones judiciales y educativas para imponer su agenda. Los disidentes son rápidamente silenciados, etiquetados como intolerantes o discriminatorios.
La democracia requiere la participación activa de todos los ciudadanos. Solo así evitaremos que las minorías, por más fuertes o influyentes que sean, dicten el rumbo de nuestras sociedades sin tomar en cuenta el bienestar colectivo.
