
Guayaquil, Ecuador
El primer recuerdo que vino a mi memoria cuando me llamaron a informar de la muerte de mi amigo, el general Luis Hernández, fue el de una tarde de domingo, en el parque de La Carolina, donde él y yo acostumbrábamos trotar. Como es usual en Quito, cuando salimos hacía un sol esplendoroso; media hora más tarde, un tremendo aguacero empezó a empaparnos. Yo busqué un sitio donde guarecernos, pero el general sonrió impaciente. “¡Qué pasa, Carlitos! ¿No soportas un nubarrón? Al mal tiempo, buena cara. Sigamos nomás trotando. A paso firme”.
Y seguimos trotando una hora más, bajo la lluvia, discutiendo sobre el Ecuador, el tema que siempre lo apasionaba. Al día siguiente, temprano, veo en las redes sociales que un tal Luis Bolívar Hernández Peñaherrera estaba segundo en una lista que el Presidente Lenín Moreno había enviado a la Legislatura para conformar el Consejo de Participación Ciudadana. Lo llamé: “O es un homónimo o hablamos ayer hasta las ocho de la noche y no me contaste que ibas en la terna”. Respondió: “Me llamó el presidente hoy, a las seis de la mañana, para que la encabece. Dije que no y entonces pidió que lo autorice a incluir mi nombre, como relleno». “
¿Y por qué no a encabezas la terna?”, reclamé. “Una persona como tú haría mucho bien en ese lugar”. “Ay, Carlitos”, dijo él. “A este país no lo arregla nadie. Además no soy el primero de la lista. No me van a elegir”.
El país no pensó igual. Poco a poco, la opinión pública empezó a comentar que Moreno había puesto el mejor candidato al final, y se formó el consenso de que había que elegir a Hernández. Lucho lo desestimó. El día de la elección, cuando supe que el bloque legislativo de CREO iba a votar por él, lo llamé. “Luchito. Creo que debes ir con un terno y corbata al trabajo (algo que nunca hacía), porque en la noche vas a tener que posesionarte en la Asamblea”. “No creo”, dijo él. Cuando horas después lo eligieron, lo llamé a prisa. Antes que yo diga nada, el exclamó“: ¡si traje el terno”.
Lo había conocido en 1994, cuando él era asistente del ministro de Defensa, José Gallardo Román, y yo cubría la fuente militar para la revista Vistazo. Una de las normás básicas del periodismo, que siempre procuré no transgredir, es que nunca debe uno intimar con la fuente. Pero unos meses después ya éramos amigos y acostumbrábamos a tomar café y discutir sobre el país en algún sitio de La Mariscal de ese entonces. Meses después, cuando supe que había sido designado Comandante de Tiwintza, para defender ese puesto fronterizo con el Perú, en plena Guerra del Cenepa, sentí pesar por el nuevo amigo y su destino.
El día miércoles 26 de febrero de 1995, cuando la Fuerza Aérea del Perú bombardeó intensamente la zona, y se perdió todo contacto con Tiwintza, le comenté a María Rosa, mi mujer, que probablemente el buen Lucho había muerto. El país entero lo creyó así esos momentos aciagos. Así que cuando, cuarenta y ocho horas después, la televisión mostró al Coronel Luis Hernández Peñaherrera, con los brazos en alto en el sitio bombardeado, y el GPS en la mano en las coordenadas que demostraba que seguía al mando de Twintiza, la gente estalló de gozo. Multitudes salieron a a celebrar en calles y el presidente Sixto Durán Ballén pronunció entonces, en el balcón de Carondelet, ante un gentío que saltaba jubiloso, la frase más célebre de su mandato: “Ni un paso atrás”.
A su regreso, Lucho Hernández fue condecorado con la Cruz de Guerra, el más alto honor que recibe un militar. Y el país lo catalogó como uno de los héroes que había protagonizado ese conflicto que finalmente condujo a la Firma de la Paz con el Perú, uno de los más importantes hitos en la Historia reciente. Por eso fue tan extraño que en 2001, cuando le tocaba ascender, el Consejo de Generales no lo calificara. Nunca se explicó por qué. Y en medio de esos nubarrones, el coronel Luis Hernández empezó la guerra más larga de su vida. Duró quince años, hasta que la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió que se había cometido una injusticia y ordenó su ascenso a General de la República.
Mientras su expediente se discutía en instancias nacionales e internacionales, Hernández ya había sido elegido diputado por Pichincha, en la lista que apoyaba la candidatura presidencial de León Roldós, y posteriormente asambleísta constituyente en Montecristi. Luego fue vocal de esa Comisión de Participación Ciudadana que presidió el doctor Julio César Trujillo, y que dio los pasos fundamentales para la recuperación de la democracia tras el final del correato. Años después, durante la breve presidencia de Guillermo Lasso, ambos fuimos compañeros en el mismo gabinete: él, ya ascendido a General, como ministro de Defensa; y yo, como Portavoz de la Presidencia.
En la vida civil, Hernández se comportó siempre como lo había hecho durante la guerra: un funcionario pundonoroso, un hombre de honor, siempre listo a luchar por las mejores causas, y siempre con una sonrisa amable en el rostro.
La última guerra de su vida lo sorprendió desprevenido. Una tarde, mientras trotábamos por La Carolina, me contó que tenía un dolor en la espalda, que atribuyó a sus ejercicios con pesas y que los médicos le habían ordenado una batería de exámenes. “Ni que tuviera cáncer”, me dijo. Fue la última vez que lo vi. En los meses siguientes, él en Quito, yo en Guayaquil, nos enfrascamos en nuestras vidas y él dejó de responder los mensajes. Un día un amigo común me contó que estaba en el hospital. No respondió mis llamadas sino hasta tres días después. «Soy un soldado», me dijo. «Estoy acostumbrado a la pelea».
El día de su funeral, terminada la misa, un tremendo aguacero se descargó sobre ese Quito que minutos antes había estado soleado. Pensé en guarecerme. Y entonces lo recordé. De pie bajo la lluvia. Tranquilo. Con buena cara ante el mal tiempo. A paso firme.
