El brutalista como el fin de la utopía americana

Esteban Ponce Tarré

Quito, Ecuador

El brutalismo, como estilo arquitectónico, surgió en la década de los 50, durante la era de la posguerra. La forma en que los arquitectos empezaron a diseñar sus construcciones se basaba en cuestionar las estructuras que tenían grandes ornamentaciones y más bien se buscaba destacar la funcionalidad de los edificios. El movimiento rechazó la estética de la casa suburbana idílica, desafiando el ideal del sueño americano. Por ello, los edificios brutalistas, al abandonar el lujo y los adornos, cuestionaron la noción de que el éxito y la felicidad se miden por la acumulación de riquezas y posesiones.

Durante esa época, aunque Estados Unidos experimentó un periodo de crecimiento y prosperidad, la desigualdad económica persistió en el país, generando una creciente desilusión entre la población. Escritores y artistas como los de la Generación Beat y los existencialistas cuestionaron la superficialidad y la conformidad de la sociedad estadounidense, buscando una mayor autenticidad y libertad individual. Mientras tanto, la devastación de la Segunda Guerra Mundial llevó a muchos europeos a buscar refugio y oportunidades económicas en la naciente potencia mundial. La Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1952 facilitó la entrada de inmigrantes cualificados, contribuyendo a la transformación demográfica y cultural del país.

Dentro de este complejo escenario, se desarrolla El Brutalista, filme dirigido por Brady Corbet. Desde el inicio, el director de Arizona hace toda una declaración de intenciones cuando presenta al emigrante húngaro Lázló Tóth (interpretado por Adrien Brody), quien, después de una ardua travesía en barco, se encuentra con la Estatua de la Libertad, el  primer paisaje del país que lo acogerá. El realizador elige mostrar el monumento de manera inusual, utilizando un plano medio que lo exhibe al revés, para así cuestionar emocionalmente este símbolo de esperanza y convertirlo en un presagio de las dificultades que el protagonista deberá superar.

La propuesta narrativa de Corbet resulta sorprendentemente actual, ya que a través de las peripecias de Tóth al llegar a Estados Unidos, se ponen de relieve las profundas contradicciones del sueño americano. De esta forma el cineasta destaca como los migrantes se enfrentan a una dura realidad: la brecha entre la idealizada promesa de libertad e igualdad, y la cruda experiencia de discriminación, explotación e injusticia que muchos encaran en su búsqueda de mejores condiciones de vida.

En este sentido, el filme describe cómo el artista húngaro se ve obligado a renunciar a su identidad propia, para adaptarse a las demandas de su nueva patria. Este proceso de deshumanización lo lleva a convertirse en un mero instrumento al servicio de Harrison Lee van Buren (Guy Pearce), un empresario que, aunque en un principio muestra aprecio por su arte, lo ve fundamentalmente como una herramienta para realzar su propio estatus en la alta sociedad. Esta relación pone de relieve una crítica al sistema norteamericano, que prioriza los valores monetarios sobre los éticos y morales, reduciendo a los individuos a simples mercancías en un juego de poder y ostentación.

Aunque el arquitecto inmigrante comienza a destacarse en su nueva sociedad gracias a su estilo único, lo que implica una forma de reivindicar su identidad y autenticidad, no escapa de la sensación de ser un extraño en una tierra ajena, condenado a una existencia en soledad. Más adelante, la obra muestra cómo Lázló finalmente se reencuentra con su esposa Erzsébet (Felicity Jones) y su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy). Sin embargo, esto, que podría haber sido un momento de felicidad y redención, se convierte en un recordatorio cruel de las humillaciones que debe soportar el protagonista para mantenerse a flote en su nueva vida.

En una escena significativa, Erzsébet es testigo de las deshonras que sufre su marido en la casa de Lee van Buren, lo que subraya la tensión entre la apariencia de éxito y la dura realidad de la lucha diaria. Este contraste refleja una vez más un paralelismo con la inmigración actual, donde la idealización de la vida en el país de acogida choca con la verdadera búsqueda de la supervivencia y dignidad.

A partir de este punto, el largometraje despliega una serie de desafíos y sufrimientos que desmantelan la utopía del sueño americano, plasmando las duras condiciones de vida de los extranjeros. Lázlo, se ve obligado a enfrentar estas adversidades, utilizando su arte como una metáfora que desafía los idealismos que han rodeado el estilo de vida estadounidense. Al igual que el estilo arquitectónico brutalista, el director no maquilla la realidad, sino que presenta con honestidad las situaciones de aquellas personas que deciden abandonar su país de origen.

Finalmente, la película cuestiona la filosofía que prioriza el proceso más allá de los resultados, proponiendo una perspectiva opuesta: el sufrimiento y la adversidad, tanto en los artistas como en los migrantes, encuentran su recompensa en la eternidad de su legado, que trasciende la existencia humana. De esta manera, se hace alusión explícita a la inmortalidad del arte, sugiriendo que el verdadero valor y significado de la vida se encuentran en la huella profunda que se deja en el mundo.

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