Anora (2024)

Andrés Cárdenas Matute

Quito, Ecuador

Se cuentan con los dedos de una mano las películas que han conseguido alzarse con el principal premio en Cannes y con el principal premio en los Oscar. Este año, de manera justificada o no, sucedió: ambos galardones recayeron sobre “Anora” (2024), el último trabajo de Sean Baker, un intento de cuento de hadas entre una prostituta neoyorquina y el hijo de un multimillonario ruso. Se ha hablado mucho sobre la posible romantización de la prostitución en la película. Ciertamente, el estilo escogido lleva a cierta estetización de las vidas de las strippers, de las drogas, del alcohol, del desenfreno. Sin embargo, no hay dudas de que cuando Ani –así se hace llamar– escucha en boca de terceras personas lo que sucede en su vida, después de su matrimonio sorpresa en Las Vegas, esas palabras no reflejan lo que ella aspira: “Vinimos a rescatar a Vanya, que se casó con una prostituta americana”. Ella no quiere ser la bailarina que habla ruso, sino alguien con un nombre propio, ahora unido legalmente a otro nombre que aparentemente quiere pasar la vida con ella, con quien vivirá –no, no lo vivirá, ya lo sabemos– su soñada luna de miel en Disney. Más allá de eso, el momento más doloroso no es la escena final tan comentada, en donde se mezclan sexo por desesperación, lágrimas, y un atisbo de cariño verdadero, sin transacción, que desata la crisis. En realidad, el momento más doloroso es cuando la protagonista revela su incapacidad para percibir una mirada no sexualizada hacia ella. “Tú me querías violar”, le dice a Igor, el matón ruso que tuvo que controlarla durante un momento de ira. Ella piensa que es imposible que alguien la mire como algo más que un cuerpo que satisface a otro cuerpo. Quizás nunca ha sucedido. Y quizás esa es la fibra social que, más allá del mundo de la prostitución, Anora toca, y que ayude a comprender por qué tantos premios.

‘Anora’ (2024).

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