Cuando el odio se hace Estado

René Betancourt

Quito, Ecuador

Hay fechas que no deberían pasar desapercibidas. Fechas que no sólo evocan una tragedia histórica, sino que nos interpelan profundamente: nos obligan a mirarnos al espejo y preguntarnos en qué momento comenzamos a perder el rumbo. ¿Hasta dónde puede llegar una sociedad cuando el odio se convierte en doctrina y la violencia se institucionaliza como política de Estado?

No hace falta mirar muy lejos para reconocer los síntomas: discursos que dividen y deshumanizan, autoridades que usan el miedo como herramienta de poder, medios que avivan la polarización, instituciones que colapsan ante la corrupción o la inacción. El deterioro no siempre irrumpe con balas o niños desaparecidos. Comienza con silencios; con pequeñas renuncias éticas. Con la normalización de lo inaceptable.

La historia demuestra que los genocidios no nacen de un día para otro. Se incuban en la normalización del desprecio, en la complicidad de los testigos pasivos, en la erosión sistemática de los valores democráticos. Primero se excluye. Luego se señala. Después se extermina. Y cuando todo termina, si es que termina, llega el olvido.

Pero, cada 7 de abril hay un crimen que, por su escala y brutalidad, nos interpela desde lo más hondo de la memoria colectiva. Uno que no podemos —ni debemos— permitirnos olvidar. En apenas cien días, más de un millón de personas fueron asesinadas —en su mayoría, a machetazo limpio— en uno de los episodios más atroces de la historia reciente, con una violencia tan metódica como inimaginable. No fue una guerra tecnológica, ni una operación militar remota: fue el vecino contra el vecino, machete contra la piel. La barbarie se volvió cotidiana.

Fue así como las Naciones Unidas establecieron el 7 de abril como el Día Internacional de Reflexión sobre el Genocidio en Ruanda, para honrar a las víctimas y extraer lecciones que aún hoy son urgentes. El 7 de abril de 1994 marcó el inicio de atrocidades que no sólo dejaron cicatrices imborrables, sino que también llevaron a la creación de precedentes jurídicos y morales en la lucha contra la impunidad.

Ruanda, 1994.

Aunque el objetivo principal del genocidio en Ruanda fueron los tutsis, la violencia desmedida se extendió a miles de hutus y a otros ciudadanos que se atrevieron a oponerse al régimen, convirtiéndose también en víctimas de un horror indescriptible.

Conozco esta realidad de cerca, ya que, como abogado en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda, establecido por la ONU, participé en el juicio contra Edouard Karemera y Matthieu Ngirumpatse, altos dirigentes del partido gubernamental MRND. Estos individuos fueron responsables de incitar, coordinar y proteger a los escuadrones de la muerte, conocidos como los Interahamwe. Desde sus despachos, no sólo promovieron masacres, violaciones y persecuciones, sino que también eliminaron a aquellos que intentaron frenarlos.

Tras un largo proceso judicial, ambos fueron hallados culpables de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, sentenciados a cadena perpetua, confirmada en el 2014 por la Sala de Apelaciones. Su condena subraya la brutalidad de los crímenes cometidos y el alcance de la impunidad cuando los líderes políticos instrumentalizan el odio como política de Estado. Este juicio también demostró que la justicia, aunque lenta, es posible. Sin embargo, más allá de la sentencia, la verdadera lección que debemos aprender es que cuando el odio se convierte en política de Estado, nadie está a salvo.

El legado del Tribunal Internacional para Ruanda incluye el de ser la primera corte internacional en emitir un veredicto contra sospechosos de genocidio y el primero en reconocer la violencia sexual como acto constitutivo del mismo. Otro hito marcado por este Tribunal fue el de sentar en el banquillo de los acusados a los medios de comunicación responsables de realizar emisiones destinadas a instigar la comisión de delitos.

Por todas estas razones, es innegable que este Tribunal ha jugado un papel crucial en el establecimiento de los cimientos de la justicia penal internacional, demostrando lo que es posible cuando las naciones se unen en cooperación.

Ruanda representa una advertencia global, un espejo incómodo que refleja las consecuencias de anular la empatía, castigar la diferencia y permitir que la institucionalidad sea secuestrada por el fanatismo. Hablar de estos crímenes, por tanto, no es un ejercicio del pasado, sino un compromiso con el presente. Porque cada vez que olvidamos, permitimos que algo similar pueda volver a ocurrir. Una lección que debe estar en nuestras aulas de colegio y universidades; no como una lección lejana, sino como un componente esencial de nuestra educación ciudadana. Enseñar cómo se gesta el odio, cómo fallan las instituciones y cómo puede actuar la sociedad civil es una obligación moral.

Que este 7 de abril no sea una efeméride más, sino un llamado de atención a los países que hoy se asoman al abismo del odio y la venganza. La historia lanza una advertencia: o incorporamos estas lecciones, o estamos formando generaciones que, sin saberlo, estarán condenadas a repetir los horrores del pasado.

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