Defender la justicia internacional en tiempos de impunidad

El juez presidente de la Corte Penal Internacional, el eslovaco Peter Tomka (cuarto por la derecha), abre la sesión del alto tribunal de la ONU en La Haya, Holanda, el 3 de febrero de 2015. (Foto AP/Peter Dejong)

René Betancourt

Quito, Ecuador

Genocidios, guerras de exterminio, persecuciones sistemáticas: actos que erosionan los cimientos éticos sobre los que se pretende construir la civilización. Frente a ellos, el derecho internacional no puede entenderse como un mero entramado normativo; es, ante todo, una afirmación radical de que incluso en el abismo, la dignidad humana puede —y debe— ser defendida.

Cada 17 de julio se conmemora la adopción del Estatuto de Roma, instrumento fundacional de la Corte Penal Internacional. Pero si reducimos la fecha a una efeméride ritual, despojamos a la justicia internacional de su sentido histórico y ético más profundo. Conmemorar, en este caso, implica mucho más que recordar: exige interpelarnos, con pensamiento crítico y memoria activa, sobre si aún creemos posible —y necesario— un sistema de justicia que se eleve por encima de los intereses del poder.

Hoy, cuando el orden internacional se deshilacha entre guerras preventivas, ocupaciones prolongadas y crímenes normalizados por narrativas geopolíticas, defender la justicia internacional se ha vuelto un acto de resistencia. No porque ella sea infalible —sabemos bien que es lenta, parcial e incompleta—, sino porque constituye, aún así, un contrapeso indispensable. Un límite moral ante el ejercicio absoluto del poder. Una aspiración civilizatoria que no debemos abandonar.

Su virtud no reside en su perfección, sino en su insistencia. La Corte Penal Internacional, pese a todos sus desafíos, encarna una promesa que todavía importa: que ningún individuo, por encumbrado que esté, es inmune a la responsabilidad. Que la ley, por frágil que parezca, sigue siendo nuestra última trinchera ética frente a la barbarie. En palabras de Martin Luther King Jr., “la injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes”.

Ese principio, lejos de ser retórico, es la base misma de una comunidad internacional que se pretenda ética y jurídicamente coherente.

Y sin embargo, esa promesa es traicionada todos los días. El sistema internacional continúa regido por la lógica del interés estratégico antes que por la coherencia normativa. Potencias que enarbolan los derechos humanos en foros multilaterales sabotean, sin titubeo, los mecanismos destinados a hacerlos exigibles. Gobiernos que exigen justicia para los crímenes de sus adversarios enmudecen ante los excesos de sus aliados.

Este doble estándar no es una mera inconsistencia diplomática: es una herida profunda en la legitimidad del derecho penal internacional.

Pero justamente por esa fragilidad estructural, no podemos permitirnos renunciar. Abandonar la justicia internacional sería claudicar no solo ante un conjunto de instrumentos jurídicos, sino ante una convicción filosófica: la idea de que el poder debe tener límites y que la dignidad humana no puede ser sacrificada en nombre de la soberanía o el cálculo político.

Como recordaba Simone Weil, “la ley debe ser más poderosa que quienes la aplican; de lo contrario, no es ley, sino voluntad”. Y esa distinción, en tiempos de brutalidad institucionalizada, es lo que separa la justicia de la dominación.

La justicia internacional es, en última instancia, un espejo incómodo. Refleja nuestras contradicciones, nuestras cobardías, pero también nuestra aspiración persistente a un mundo menos arbitrario. Defenderla no es idolatrarla; es exigirle coherencia desde la crítica lúcida, el compromiso ético y la memoria activa de quienes han sufrido lo irreparable.

Desde espacios donde se ha confrontado el horror —en escenarios judiciales y en foros multilaterales de cooperación— he aprendido que la justicia internacional no es un punto de llegada, sino una travesía incierta, plagada de tensiones políticas, límites jurídicos y dilemas morales.

No se trata de idealizar sus logros, sino de preservar aquello que la hace irrenunciable: la convicción de que hay crímenes que deben ser enfrentados no por cálculo, sino por principio.

En este punto, es necesario recordar —como advirtió Elie Wiesel— que “donde quiera que los hombres y las mujeres sean perseguidos por su raza, religión u opiniones políticas, ese lugar debe convertirse en el centro del universo”. Ecuador, que se proclama con justa razón como el centro geográfico del planeta, bien podría asumir también un compromiso simbólico con ese otro tipo de centralidad: la que no se mide en coordenadas, sino en conciencia.

Allí donde se violan derechos, donde se siembra el miedo, donde el poder aplasta sin rendir cuentas, es donde debe volcarse la mirada del mundo. Ningún país —ni siquiera el que lleva la mitad del mundo en su nombre— puede ignorar el mandato de justicia cuando la dignidad humana está en juego.

En este 17 de julio, más que conmemorar un tratado, nos corresponde reafirmar un principio: que la justicia, aunque incompleta, es imprescindible. Que la ley, aun con sus imperfecciones, sigue siendo nuestra última palabra frente al silencio cómplice del poder.

Como escribió Norberto Bobbio, “el derecho no puede ser el eco del poder, sino su límite”. Porque la justicia internacional no es solo una arquitectura jurídica: es, ante todo, una postura ética, una forma de resistencia intelectual y política frente a la barbarie. Es la decisión —siempre frágil, pero profundamente necesaria— de poner límites al poder desde la dignidad humana.

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