Extraditado por falta de Estado: Fito y la tercerización de la justicia

El narcotraficante José Adolfo 'Fito' Macías, reacciona antes de su traslado desde la cárcel la Roca hasta la Base Aérea Simón Bolivar este domingo 20 de julio, en Guayaquil. (Mauricio Torres / EFE )

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

La imagen de Adolfo Macías Villamar, alias Fito, esposado y flanqueado por militares rumbo a su extradición a los Estados Unidos ha sido presentada como una victoria institucional, un hito en la lucha del Ecuador contra el crimen organizado. Y, sin duda, la medida era necesaria, incluso urgente. Negarse a ejecutarla habría sido insostenible.

Pero si miramos más allá de la foto y la fanfarria oficial, hay una verdad incómoda que no podemos ignorar: el Estado ha perdido soberanía sobre su sistema de justicia penal frente a sus criminales más peligrosos.

Que Ecuador haya tenido que recurrir al aparato judicial de otro país para neutralizar a su narcotraficante más emblemático no es precisamente una señal de fortaleza institucional. Más bien, es el reflejo de una impotencia estructural que llevamos años arrastrando.

Fito no fue extraditado como parte de una cooperación jurisdiccional entre pares, sino porque el Estado ecuatoriano, corroído por la corrupción y la cooptación carcelaria, ya no está en condiciones de garantizar ni un juzgamiento eficaz ni una custodia segura.

Su fuga en 2024 desde una prisión de máxima seguridad, su cómoda clandestinidad en un búnker de lujo en Manta y su evidente capacidad para seguir operando desde prisión dicen mucho más de lo que se quiere admitir. No se trata simplemente de fallas logísticas o errores humanos. Se trata de un Estado que, en ciertos espacios clave, ha sido parcialmente capturado.

Y cuando la única respuesta viable es transferir el problema a la justicia extranjera, uno debe preguntarse: ¿puede considerarse funcional un Estado que no controla ni sus cárceles ni a sus custodios?

La extradición se llevó a cabo, además, bajo una narrativa oficial que roza la euforia. El gobierno la ha presentado como un “logro histórico”, una señal de autoridad restaurada. Pero este entusiasmo oculta el carácter esencialmente reactivo de la medida: no fue el resultado de una política preventiva, sino una corrección tardía tras el bochorno nacional de una fuga que comprometió la legitimidad misma del sistema penitenciario.

Lo más desconcertante, sin embargo, no es solo el discurso oficial, sino la reacción de una parte de la ciudadanía, incluyendo ciertos sectores intelectuales y mediáticos, que aplauden sin matices, confundiendo un acto puntual de contención con una política criminal sostenida. Celebran la extradición como si se tratara del cierre de un ciclo, cuando en realidad es apenas un giro más en la espiral de degradación institucional.

Parafraseando a Hannah Arendt, las instituciones se fortalecen no cuando el ciudadano aplaude gestos, sino cuando exige coherencia. El aplauso irreflexivo no solo banaliza la gravedad del fenómeno criminal, sino que desactiva la crítica de una sociedad que debería exigir mucho más que gestos simbólicos. Aplaudir sin interrogarse es, en el fondo, abdicar del deber cívico.

Extraditar a Fito, insisto, fue una decisión correcta. Pero también constituye una señal inequívoca de que la justicia nacional ha sido desplazada por necesidad, no por decisión soberana. La cooperación internacional es indispensable, sí, pero cuando se convierte en la única vía operativa, deja de ser una herramienta para transformarse en sustituto. Y sustituir la justicia interna por la ajena no es institucionalidad sostenible; es delegación por colapso.

El crimen organizado no se desmantela con un vuelo a Nueva York, por muy cinematográfico que resulte. Como bien advirtió Guillermo O’Donnell, “el crimen organizado no florece en el vacío, sino en los intersticios del poder negligente o cómplice.” Y esos intersticios siguen ahí: abiertos, activos, fértiles. La solución pasa por cerrarlos, reconstruyendo capacidades, depurando instituciones y recuperando la convicción de que el Estado puede y debe ser impermeable al crimen y sus tentáculos.

La extradición de Fito nos devuelve, por un momento, la imagen de un Estado que actúa. Pero la pregunta esencial sigue sin respuesta: ¿puede llamarse soberano un país que no puede juzgar ni encerrar a sus propios criminales sin pedir auxilio externo?

Habremos extraditado a un hombre. Pero no hemos resuelto el problema. Lo hemos, apenas, desplazado.

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