Cuando la desconfianza se disfraza de ley

Análisis del Proyecto de Ley Orgánica para el Control de Flujos Irregulares de Capitales

Rene Betancourt

El 29 de julio de 2025, la Presidencia de la República envió a la Asamblea Nacional, con carácter económico urgente, el proyecto de Ley Orgánica para el Control de Flujos Irregulares de Capitales. Su propósito declarado es legítimo: prevenir el lavado de activos y el mal uso de fondos en organizaciones sin fines de lucro. Sin embargo, el texto que se ha propuesto va mucho más allá, planteando un modelo de vigilancia rígido, un marco jurídico desordenado y una amenaza real a las libertades fundamentales.

El artículo 5 exige que todas las organizaciones sociales, desde fundaciones internacionales hasta colectivos comunitarios, se registren en un sistema administrado por el Ministerio de Gobierno como requisito para funcionar. Si bien el registro administrativo no es inconstitucional en sí mismo, imponerlo como condición obligatoria para operar convierte el trámite en una forma de autorización previa encubierta.

Esto contradice normas constitucionales e internacionales que garantizan la libertad de asociación sin necesidad de autorización previa y que solo permiten restricciones cuando sean necesarias y proporcionales en una sociedad democrática. Si la falta de inscripción conlleva la exclusión de la vida pública o la pérdida de acceso a recursos, el registro deja de ser un trámite administrativo y se transforma en un filtro político que condiciona la existencia misma de la sociedad civil.

El artículo 9 refuerza esta lógica al imponer la obligación de implementar “sistemas de integridad” internos. Cada organización, sin importar su tamaño, finalidad o capacidad operativa, debe adoptar códigos de ética, establecer políticas de control financiero y designar un oficial de cumplimiento. No se hace distinción entre una ONG que gestiona millones en cooperación internacional y una asociación barrial que organiza ferias comunitarias.

Esta aplicación uniforme contradice el principio de proporcionalidad consagrado en el artículo 11 de la Constitución, que exige adaptar las normas a las condiciones específicas de las personas y colectivos a los que se dirigen. Aplicar el mismo estándar a realidades tan distintas no es una muestra de eficiencia, sino una forma de injusticia normativa.

A ello se suma una confusión institucional inquietante: El artículo 11 del proyecto entrega la supervisión a la Superintendencia de Economía Popular y Solidaria, mientras que el artículo 13 dispone que esa supervisión se rija por normativas pensadas para empresas, como la Ley de Compañías o la Ley del Mercado de Valores. Esta mezcla revela una profunda incomprensión —o una intención velada— de imponer un control ajeno a la naturaleza sin fines de lucro de estas organizaciones. Equiparar lo social con lo empresarial no solo es conceptualmente erróneo, sino legalmente peligroso.

El artículo 15 del proyecto exige a las organizaciones reportar donaciones consideradas de “alto valor” e identificar a sus beneficiarios finales, bajo la premisa de prevenir flujos financieros ilícitos. A su vez, el artículo 17 faculta a la Unidad de Análisis Financiero y Económico a emitir alertas que podrían derivar en la inmovilización de fondos sin requerir orden judicial previa. Este tipo de medidas, cuando se aplican sin control judicial y sin garantías claras, afectan directamente derechos fundamentales como la presunción de inocencia, el debido proceso y la defensa legal, consagrados en el artículo 76 de la Constitución. Bajo esta lógica, toda organización queda bajo sospecha, obligada a probar su inocencia antes de ser reconocida como legítima.

En conjunto, el proyecto dibuja un escenario donde la sociedad civil queda bajo sospecha permanente. La libertad de organizarse se condiciona, la cooperación se vigila, y la disidencia se convierte en un riesgo. Se reemplaza el principio de confianza mutua por una cultura de control punitivo.

Este no es un fenómeno aislado. En Nicaragua, más de 3.500 organizaciones fueron cerradas tras la aprobación de la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros. En Venezuela, la reciente Ley de Fiscalización de ONGs ha sido utilizada para silenciar voces críticas y cerrar entidades defensoras de derechos humanos. En otros países latinoamericanos leyes similares han permitido disolver organizaciones incómodas al poder. Ahora, Ecuador parece seguir esa misma ruta, bajo el discurso de la transparencia.

Nadie discute que combatir el lavado de activos y exigir rendición de cuentas sean objetivos legítimos. Pero nada de eso justifica el debilitamiento de derechos fundamentales ni la imposición de un régimen de vigilancia sobre la sociedad civil. Cuando la transparencia se impulsa desde la sospecha, lo que se edifica no es integridad institucional, sino un sistema de control revestido de legalidad. Países como Chile, México o Alemania han demostrado que es posible fortalecer la transparencia sin sofocar la autonomía de la sociedad civil.

El proyecto ecuatoriano parte de una lógica de sospecha que confunde vigilancia con gobernanza y control con legitimidad. No amplía la democracia, la reduce. No protege a la sociedad, la expone a la arbitrariedad. No combate la corrupción, simplemente la desplaza.

Todavía estamos a tiempo de frenar una pendiente peligrosa para la democracia. La transparencia es un objetivo legítimo, pero no puede construirse sobre la base de la desconfianza ni a costa de derechos fundamentales. Lo que está en juego no es un simple diseño normativo, sino el principio esencial de que la ciudadanía tiene derecho a organizarse, expresarse y actuar sin pedir permiso al poder. Y cuando se empieza a legislar contra ese derecho, el silencio deja de ser prudencia y se convierte en complicidad.

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