
Guayaquil, Ecuador
Durante siglos, los emperadores confiaron sus hijas, mujeres y tesoros a una clase de hombres muy particular: los eunucos. Estos eran hombres a quienes se les cortaban los testículos, no como método de tortura, sino como un instrumento de confianza política.
Los harenes, ese espacio designado para las mujeres y concubinas de uso (sí, uso) exclusivo de los sultanes, eran permanentemente custodiados por estos hombres que, desposeídos de su virilidad, resultaban inofensivos. Los emperadores chinos, por su parte, no confiaban sus ejércitos y territorios sino a hombres castrados porque solo eso les aseguraba que estos no tendrían herederos capaces de sublevarse y fundar dinastías rivales. La misma Biblia advierte en el libro de Samuel, capítulo ocho, lo extendida que era la práctica de tener eunucos entre reyes y emperadores.
Resulta curioso que en pleno siglo XXI, en pleno apogeo de la ciencia y la razón, pasa por igual inadvertido para ciudadanos y analistas profesionales aquello que tanto preocupó a los sultanes y emperadores místicos y primitivos de la antigüedad: el hecho de que la tentación del poder y la ambición personal pesan por igual en lo público que en lo privado.
No es que falten “verdaderos servidores públicos”, ni que deba madurar en las personas “la vocación de servicio”. El verdadero problema de lo público, en el Ecuador, y en mayor o menor grado, en todos lo países del mundo, es que son seres humanos, y no ángeles quienes ocupan las posiciones de poder y responsabilidad. Pregúntese usted, lector, si un político o un burócrata, tan ser humano como cualquier otro, tiene más capacidad o ética para confiarle las cosas verdaderamente importantes, antes que a los propios ciudadanos interesados.
¿Qué nos lleva a pensar que las mismas personas, cuyos intereses particulares habría que vigilar y regular en el sector privado, llegan a cambiar su naturaleza y se les extirpa la codicia cuando ocupan cargos públicos? Esta pregunta se la hizo el economista americano James Buchanan, y las respuestas a las que llegó le hicieron merecedor del premio Nobel de Economía en 1986. Su obra es el fundamento de la llamada Teoría de la Elección Pública, o Análisis Económico de la Política, y es en resumen una invitación a pensar en una Política sin Romanticismos.
No es que necesitemos gente distinta, es que hace falta que la cautela civil nos lleve a exigir un sistema político diferente, en el que las cosas más importantes, como los dineros públicos, la justicia y el orden, los ahorros de los trabajadores, las medicinas de los hospitales, la jubilación de los abuelos y la educación de los niños no queden al arbitrio y merced de hombres de carne y hueso cuya nobleza se presume cada vez menos.
No se trata de eliminar tales o cuales cargos públicos para cerrar las cuentas a fin de mes. Si hemos de reducir el tamaño del Estado es porque hace falta reconocer que sus funciones deben ser pocas de cara a una realidad inevitable: no abundan entre nosotros perfiles como los que aquellos senadores romanos honorables para ocupar los puestos clave del que depende el bienestar de los ciudadanos que pagan sus sueldos con sus impuestos, sino gente tan normal como usted y yo, y muchas veces peores.

Señores servidores públicos de todas las épocas, no tomen esto como una afrenta personal, pues a todos ustedes los presumo eunucos. Es solamente una advertencia por quienes vendrán después.