Fiscalía capturada: crónica de una traición institucional

Fotografía del 23 de diciembre de 2024 que muestra dos personas sosteniendo un cartel en los exteriores de la Fiscalía Provincial del Guayas con el mensaje "devuelvan a nuestros niños", en alusión a los cuatro menores desaparecidos el 8 de diciembre en Guayaquil (Ecuador). "¿Dónde están los cuatro?", ese fue el clamor de decenas de personas que llegaron este lunes hasta los exteriores de la Fiscalía Provincial del Guayas, en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, para exigir respuestas por la desaparición de cuatro menores el pasado 8 de diciembre que, según sus familiares, fueron secuestrados por gente vestida de militares, y que el Gobierno atribuye a "grupos delincuenciales". EFE/Cristina Bazán

René Betancourt

Quito, Ecuador

¿Puede un país hablar de justicia cuando la Fiscalía se convierte en un eslabón más del poder político ¿Puede un Estado de derecho sostenerse si quienes deben investigar al poder han sido parte de él?

La designación del Fiscal General del Estado no es un simple procedimiento administrativo. Es un momento decisivo que revela si Ecuador está dispuesto a defender la institucionalidad o si ha terminado por rendirse ante el cinismo de siempre.

Elegir a la persona que dirigirá la Fiscalía no solo implica revisar méritos académicos o experiencia profesional. Es elegir entre la independencia y la subordinación, entre el imperio de la ley y la conveniencia del poder. Esa decisión marcará el futuro de la justicia penal, pero también el nivel de madurez democrática del país. ¿Estamos eligiendo a un fiscal o designando a un operador político con toga?

La ciudadanía aún conserva una expectativa, aunque frágil: que la ley se aplique a todos por igual. Pero esa esperanza se erosiona cuando el candidato al cargo más importante del sistema de investigación penal es, hasta hace poco, figura clave de un gobierno que ahora debería ser objeto de escrutinio.

¿Puede investigarse el poder sin distancia del poder?

¿Puede protegerse el interés público desde la lealtad partidista?

La Constitución es clara. El Fiscal General no representa al Ejecutivo ni actúa como su apéndice jurídico del presidente de turno. Representa al Estado frente al delito, y su mandato exige independencia, integridad y responsabilidad. No basta con cumplir requisitos legales. Hace falta convicción democrática, autonomía probada y el coraje de incomodar al poder.

¿Y qué tenemos en la práctica? Un proceso que debió concluir en abril de 2025, pero que aún arrastra retrasos, pugnas y sospechas. Una fiscal prorrogada, un subrogante interino, un concurso manchado desde el inicio por un reglamento diseñado a la medida de intereses cuestionables, y una aparente improvisación institucional que normaliza lo excepcional. ¿Puede hablarse de transparencia cuando se construyen procesos sobre cimientos frágiles?

El nombre propuesto no es neutro. No proviene de la sociedad civil, ni de la academia, ni del cuerpo fiscal. Proviene del núcleo político que ahora busca ser investigado. ¿Se puede hablar de imparcialidad en estas condiciones? ¿No es eso, precisamente, lo que la Constitución y los tratados internacionales advierten como un riesgo inaceptable?

La experiencia ecuatoriana está llena de ejemplos en los que la Fiscalía fue instrumento de persecución o garante de impunidad, según el turno en el poder. Ya conocemos ese libreto. Ya vimos fiscales que cazan enemigos y se hacen de la vista gorda con aliados. ¿Vamos a repetir la historia? ¿Vamos a normalizar el nombramiento de fiscales funcionales al régimen de turno?

El paralelismo es inevitable. Así como el correísmo tuvo a Baca Mancheno o a Galo Chiriboga, el noboísmo parece buscar su ficha de confianza. No se trata de comparaciones personales ni de ataques morales. Se trata de entender que el poder no se limita a controlar ministerios o asambleas. El verdadero control se consolida cuando se domestican los órganos que deberían vigilarlo.

¿Quién teme más a un fiscal independiente: el gobierno, la oposición o ambos?

Frente a esto, no basta con indignarse. También hay que exigir. Un proceso de designación digno requiere reglas claras, veeduría activa, límites frente al conflicto de interés y perfiles que no tengan cuentas pendientes con la ética ni con el pasado. Porque si ni siquiera somos capaces de garantizar condiciones básicas de imparcialidad, ¿cómo esperamos que la justicia funcione cuando más se la necesita?

La Fiscalía no le pertenece al gobierno, ni a sus opositores, ni a sus aliados silenciosos. Le pertenece al Estado. Y debe responder ante el pueblo. Si eso no se entiende en la práctica, el proceso será una puesta en escena. Y el fiscal, un actor más en una obra escrita por quienes temen ser juzgados.

Porque si no se actúa con firmeza, lo que viene no será nuevo. Será el mismo poder de siempre: más descarado, más cínico, más maquillado. El país merece algo mejor que una justicia subordinada. Merece una Fiscalía que no sirva de escenografía, ni de coartada, ni de arma. Merece, por fin, un fiscal que no le tema al poder. Y una ciudadanía que no le tema a exigirlo.

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