
Guayaquil, Ecuador
En términos lingüísticos, ontológicos e históricos, manejamos tres tiempos: pasado, presente y futuro. En el Ecuador, parecemos manejar – apenas – dos tiempos. Conocemos a medias el pasado, estamos estancados en el presente y desconocemos totalmente un futuro obstruido por el discurso. Ahondar en las cualidades del tiempo como un elemento fascinante de la existencia es uno de los propósitos de este artículo así como reflexionar sobre nuestro desconocimiento del mismo.
Ecuador ha vivido varias elecciones escogiendo entre “el menor de los males”. Esto me lleva a cuestionarme qué tan responsable es el discurso político del devenir histórico del Ecuador en relación a qué tan responsable es el discurso político del ecuatoriano en general o lo que podríamos llamar la opinión popular. El lenguaje no solo busca representar cognitivamente la realidad sino que también la crea y la recrea.
“El menor de los males”, “siempre es lo mismo”, “ vamos por el cambio”, “todos los políticos son iguales”, inclusive a nivel futbolístico tenemos el “jugamos como nunca, perdemos como siempre”. ¿No es Ecuador un escenario propicio para la instalación de discursos nocivos para el desarrollo? ¿No seríamos nosotros nuestro peor enemigo? Esta cuestión, no obstante, es solo un asunto de perspectiva.
Nos condicionamos a la lucha en contra de nosotros mismos y lo más degradante es que hacemos memes al respecto, se ganan campañas con tik tok, se ganan campañas con muñecos de cartón; y resuena más ello, que un debate paupérrimo en el cual ya no se discuten ideas, teorías, planes e identidades sino que es un continuo señalamiento de los unos contra los otros. “Ella hizo esto”, ah pero “él hizo esto otro”, y sí, es verdad. Sin embargo para que el lenguaje con el cual nos construimos empiece a recalibrarse, es indispensable el profundo compromiso de aceptar las verdades, aquellas que nos duelen y aquellas que llegaríamos a odiar.
El discurso de la confrontación nos roba el futuro porque nos mantiene en una espiral, caminamos en círculos prestando atención a los refranes tan erróneos como tradicionales, mirando con una esperanza alicaída el “¿y sí?”. Por ende, es mi deber preguntarme seriamente, ¿y sí? ¿Y si hacemos las “cosas” de manera distinta? ¿Y si realmente el Ecuador puede levantarse y de forma casi poética “resurgir de las cenizas”? Parece que ni siquiera nosotros lo creemos posible.
Ecuador no necesita un premio nobel o unos campeones del mundo, necesita gente que crea en sí misma y es eso lo que el discurso político de un sistema profundamente presidencialista nos ha invitado a olvidar. Desde la atención periodística hasta la académica, se han concentrado esfuerzos en proyectar escenarios, calcular números y buscar correlaciones entre gobiernos anteriores con el gobierno actual. La sociedad ecuatoriana a nivel de cultura política sufre de un trauma profundo que – similar al de un individuo – genera ansiedad; en esta ansiedad o exceso de malas expectativas la fuga de cerebros y de capitales es perfectamente esperable.
Esto sucede porque no entendemos – no solo Rafael Correa – que todo bajo el cielo tiene su tiempo; la crisis, la bonanza, el conflicto, la paz, el superávit o el déficit. Parte de nuestro parchado sistema de creencias desconoce la irregularidad del tiempo, limitándolo a querer que sea lineal y acostumbrándonos a creer que es circular. Empero, el tiempo no es lo que ningún sociólogo, físico o político quieren que sea. El tiempo es un río que avanza y no se detiene, somos nosotros quienes queremos imponer condiciones humanas a un elemento constitutivo de la vida misma y que, como tal, nos trasciende.
Dicen que el tiempo cura heridas, grave error, el tiempo por el contrario no perdona; no perdona a aquellos que no actuaron cuando las circunstancias lo permitían, independientemente de la gravedad del momento, fuese con gran antelación o queriendo ganar en el último minuto. El tiempo – como suele decir mi padre – es el único recurso que no regresa. Por ende, estoicamente, cabría concentrarse en lo que se puede hacer aquí y ahora.
Eso no implica que no tracemos un plan, unas metas y objetivos. Pero tanto el diseño de estos elementos como el cumplimiento de los mismos recibe una fuerte incidencia del discurso, del relato que nos contamos a nosotros mismos y que nos impide desarrollarnos.
Ecuador requiere cambiar el chip, reprogramar el sistema, no esmerarse en una actualización del mismo con diferentes nombres y colores. Para lograr el tan afamado cambio es importante que conozcamos nuestra historia, que determinemos hacia donde queremos ir, que trascendamos el discurso y que actuemos ahora. Los vencedores son aquellos que aprovechan el tiempo y no los que esperan que este caudal los lleve a pastos más verdes.

En palabras de Soren Kierkegaard, la vida se entiende hacia atrás, pero se vive hacia adelante. Dejemos atrás el desarraigo profundo que el correísmo propicia desde los ecuatorianos hacia su propio suelo, dejemos atrás el resentimiento social y los miramientos por debajo del hombro. Hay candidatos que no nos gustan, opiniones que no nos gustan, ideas que no nos gustan, pero que son aquellas con las que tenemos que trabajar por ahora. Solo aceptando radicalmente lo que el presente nos ofrece podremos dejar de planificar discursos y comenzaremos a planificar el futuro.