¿200 millones o la dignidad?: El caso Bucaram y los pirómanos de siempre

Abdalá Bucaram, expresidente de Ecuador.

René Betancourt

Quito, Ecuador

La notificación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) al Estado ecuatoriano reabre una herida que nunca terminó de cicatrizar: la destitución de Abdalá Bucaram en 1997. Un Congreso atolondrado decidió remover a un presidente electo con el argumento de “incapacidad mental”, sin pruebas médicas ni un proceso legal mínimamente serio.

Lo que muchos celebraron como alivio político fue, en realidad, un recordatorio de cómo la arbitrariedad puede disfrazarse de legalidad y arrasar con la democracia.

Casi tres décadas después, aquel episodio vergonzoso regresa convertido en disputa judicial y espectáculo mediático. Circular en medios la cifra de 200 millones de dólares como supuesta indemnización, repetida como mantra por quienes prefieren el escándalo al análisis. Pero tanto Bucaram como su defensa aseguran que no hay un pedido económico en curso: lo que buscan es una reparación, un reconocimiento histórico, la reivindicación de un apellido hundido en la sátira nacional.

Se nos vende la cifra como circo: estridente, exagerada, hecha para el escándalo. Y mientras tanto la pregunta de fondo se esconde debajo de la alfombra. Bucaram siempre me cayó mal, un payaso incapaz de gobernar, pero en su infinita sabiduría el pueblo lo eligió. Y justo ahí está la ironía: al inepto lo puso el voto, pero al destituido lo borró la arbitrariedad. ¿Qué clase de democracia destituye a un presidente sin dejarle siquiera el derecho a defenderse? ¿Qué clase de país se ríe de su propia herida y prefiere el chiste fácil antes que el espejo roto de la memoria?

La CIDH pide explicaciones y el Estado busca excusas. ¿Habrá algún papel médico, alguna coartada legal que sostenga aquella destitución? O, como tantas veces, ¿será que la política se subió al estrado con toga prestada y dictó sentencia a su antojo? El espejo devuelve la imagen incómoda: un país que demasiadas veces ha dejado que la conveniencia de unos cuantos valga más que la institucionalidad de todos.

Y si llegara el día en que Ecuador fuera responsabilizado internacionalmente, la verdadera pregunta no es cuánto recibirá Bucaram, sino quién pagará la factura. ¿Los ciudadanos, con sus impuestos, otra vez? ¿O también aquellos congresistas que firmaron una decisión sin sustento, convertida hoy en pasivo histórico? La Constitución es clara: el Estado tiene derecho de repetición contra los funcionarios que con dolo o culpa grave causaron el daño. La Procuraduría está obligada a identificar, demandar y recuperar lo pagado de quienes confundieron impunidad con poder.

Bucaram es el pretexto, lo verdaderamente obsceno es que seguimos pagando por los caprichos de ayer con los bolsillos de hoy. El verdadero precedente democrático no está en firmar un cheque sino en que los culpables den la cara. Que no se escondan detrás del disfraz del “Estado”, como si fuera un fantasma sin cuerpo ni memoria.

El Estado son nombres y apellidos, manos que levantaron la votación y gargantas que gritaron consignas. Y si esas manos y esas gargantas nos cuestan millones, la justicia no puede seguir cobrándole al ciudadano de a pie. Que paguen ellos, los que confundieron poder con impunidad, y que no se vayan de rositas mientras el país pasa la cuenta en silencio.

El caso Bucaram, mitad sainete y mitad tragedia, nos escupe en la cara la pregunta que nadie quiere contestar: ¿vamos a seguir carcajeándonos de la política como si fuera un chiste malo de medianoche o tendremos el valor de mirarla de frente y admitir que la arbitrariedad, venga disfrazada de Congreso, de toga o de caudillo, termina pudriéndole el alma a la democracia?

Y pensar que es esta misma institución, con otro nombre pero el mismo colmillo, la que el gobierno actual quiere usar para juzgar políticamente a los magistrados de la Corte Constitucional. No es un exabrupto aislado: ya desfilaron en su nombre hace una semana y ahora pretenden bendecirlo en las urnas con la consulta popular. Al final, lo que nos proponen no es fortalecer la democracia sino entregarle el país en llamas a los mismos pirómanos de siempre.

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