Entre la pólvora y la Carta de la ONU: el caso venezolano en el tablero global

AME3551. CARACAS (VENEZUELA), 25/08/2025.- Fotografía cedida por Palacio de Miraflores del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, hablando durante su programa de televisión semanal "Con Maduro +" este lunes, en Caracas (Venezuela). Maduro juró que a la nación caribeña "no la toca nadie", y aseguró que fueron activadas todas "las fuerzas y el poder nacional" para defender al país de "las amenazas ilegales, inmorales y criminales del imperio de los Estados Unidos". EFE/ Palacio de Miraflores /SOLO USO EDITORIAL/NO VENTAS/SOLO DISPONIBLE PARA ILUSTRAR LA NOTICIA QUE ACOMPAÑA (CRÉDITO OBLIGATORIO)

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

La relación entre Estados Unidos y Venezuela ha entrado en una fase de tensión aguda. En agosto de 2025, Washington ordenó un despliegue militar descomunal en el Caribe: el Grupo Anfibio Iwo Jima, destructores, un crucero, un submarino nuclear, aviones de reconocimiento y cerca de 9.000 efectivos, entre ellos 2.200 marines. La justificación oficial fue “combatir el narcotráfico”, pero la magnitud y composición de la fuerza difícilmente responden a la interdicción de lanchas con cocaína. Para analistas y gobiernos de la región, se trata más bien de un gesto de presión geopolítica, una reedición de la diplomacia de cañoneras disfrazada de operación antidroga.

El libreto es conocido: Washington desconoce a Maduro, presenta al Cártel de los Soles como organización terrorista y mantiene su empeño en erradicar al chavismo, aunque en el intento se incendie la región. Caracas respondió con tono desafiante: Maduro movilizó milicias y desplegó unos 15.000 soldados en la frontera con Colombia, advirtiendo que “de ninguna manera” permitirá una invasión. Esa narrativa de resistencia se nutre de la presencia extranjera y le sirve al régimen para cohesionar apoyos internos frente a la amenaza.

Esta situación obliga a mirar en dos direcciones. La primera es la jurídica: toda amenaza de usar la fuerza debe pasar por el filtro de la Carta de la ONU, la doctrina de la no intervención y la prohibición absoluta de la agresión. Allí se pone a prueba si la narrativa antidroga de Washington resiste el examen de la legalidad internacional o se desploma como un pretexto mal disfrazado. La segunda es la política: la “presión máxima” de Trump se entrelaza con petróleo, migración y un vecindario dividido entre quienes celebran la jugada y quienes la ven como el prólogo de un incendio hemisférico. En la intersección de ambos planos surgen preguntas inevitables: ¿es realmente una lucha contra el narcotráfico o un intento de imponer por la fuerza lo que la diplomacia no ha conseguido? ¿un dispositivo para operaciones puntuales, un instrumento de presión o el preludio de un cambio de régimen? Y ahí, entre la retórica imperial y la desconfianza regional, el derecho internacional sobrevive a duras penas, como un violinista en cubierta que toca para un público que ya no lo escucha, mientras todos esperan a ver si el rugido de los motores navales se convierte en música de guerra.

La prueba de fuego del derecho internacional

Desde el derecho internacional, el caso venezolano no es un simple pulso geopolítico: es una prueba de fuego para la Carta de la ONU, la Resolución 3314 (1974) que define la agresión y la doctrina de la no intervención. El artículo 2.4 de la Carta lo dice sin ambigüedades: está prohibida la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado. No es retórica, es una norma de ius cogens, inderogable incluso por pactos bilaterales o arreglos regionales.

Bajo ese estándar, el despliegue estadounidense frente a Venezuela roza la ilegalidad: la exhibición de poder militar se combina con un discurso político que deja clara la voluntad de usarlo. La Corte Internacional de Justicia lo advirtió en Nicaragua vs. Estados Unidos (1986): una amenaza viola la Carta cuando se respalda en medios efectivos y en declaraciones que anuncian su uso. En resumen, no basta disfrazar de “operación antidroga” lo que en realidad es músculo geopolítico listo para golpear.

Las excepciones son pocas y estrictas. La legítima defensa del artículo 51 de la Carta de la ONU solo se activa tras un ataque armado. El narcotráfico, por devastador que sea, no cumple ese requisito. La otra vía es la autorización del Consejo de Seguridad, un camino bloqueado por el veto de Rusia y China y por el abierto desprecio de Washington al multilateralismo.

Aquí la Resolución 3314 (1974) de la Asamblea General es tajante: agresión es invadir, bombardear o bloquear, sin importar el pretexto. Y el artículo 5 lo deja claro: ninguna consideración política, económica o militar la justifica. Ni la corrupción ni la cocaína autorizan misiles sobre Caracas. La Resolución 2625 (1970) refuerza el principio: ningún Estado tiene derecho a intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos de otro. Eso incluye sanciones unilaterales, recompensas millonarias y confiscación de activos. Coerción disfrazada, pero igual de violatoria de la soberanía.

La conclusión es evidente: ni una invasión a gran escala ni ataques selectivos contra infraestructura o contra Maduro tienen respaldo legal. Ambos serían actos ilícitos y, peor aún, abrirían un precedente perverso: normalizar la eliminación de gobiernos incómodos con la coartada de combatir el crimen. Que Maduro sea un autócrata acusado de corrupción y violaciones a los derechos humanos no convierte a Venezuela en tierra de nadie ni autoriza a reescribir el derecho internacional a punta de pólvora.

La narrativa estadounidense sobre el Cártel de los Soles tampoco se sostiene. En el caso Plataformas petrolíferas (Irán vs. EE.UU., 2003), la CIJ fue clara: la legítima defensa solo se activa frente a un ataque armado de gran intensidad. Ninguna red criminal alcanza ese umbral. Por eso, ataques con drones o bombardeos “quirúrgicos” serían actos de agresión maquillados con eufemismos: fuerza bruta en traje legalista.

El último recurso de Washington sería un truco de ilusionista: presentar a Maduro y a su círculo como narcoterroristas, no como autoridades estatales, para vender un eventual ataque como redada policial internacional. Pero el derecho internacional no compra ese cuento. Un jefe de Estado en funciones, guste o no, encarna jurídicamente al Estado. Atacar a Maduro no sería la captura de un fugitivo, sino una agresión contra Venezuela. Personalizar la acusación no borra la responsabilidad: la expone con mayor crudeza y desnuda lo obvio, que la llamada “guerra al narcotráfico” es un disfraz torpe para legitimar la pólvora.

Geopolítica a la carta: Venezuela en el tablero de Trump

Si en lo jurídico el caso venezolano choca con un muro de normas, en lo político se despliega con el sello de Donald Trump: presión máxima, operaciones selectivas y un guion que mezcla músculo militar con cálculos económicos y de marketing político. El expresidente que presume de “hacer tratos” aplica a la geopolítica la lógica del magnate: intimidar con despliegues espectaculares, abrir márgenes de negociación bajo presión y mantener al adversario en permanente incertidumbre.

Su doctrina no busca reeditar las invasiones masivas de la Guerra Fría, sino aplicar golpes limitados de alta intensidad y bajo costo humano para Estados Unidos. Somalia, Yemen e Irán ilustran ese modelo: bombardeos selectivos, drones de precisión y operaciones contra nodos críticos. La inclusión del Cártel de los Soles en la lista de organizaciones terroristas extranjeras encaja en este esquema, pues habilita en clave doméstica el uso de capacidades militares contra actores vinculados a Caracas sin necesidad de declarar una guerra formal.

El problema está en la narrativa: el método es distinto, pero las excusas son viejas. En Panamá, 1989, la etiqueta de “narcotraficante” sirvió para justificar la invasión que capturó a Noriega y dejó un reguero de muertos. En Irak, 2003, las “armas de destrucción masiva” resultaron ser humo, pero legitimaron una intervención que dinamitó la región. Hoy, en Venezuela, el libreto se repite con otro disfraz: un enemigo rebautizado como “narcoterrorista”, un despliegue desproporcionado y la tentación de usar el crimen transnacional como coartada para justificar una intervención.

La diferencia está en el vecindario. América Latina aparece partida: de un lado, gobiernos como Argentina, Ecuador y Paraguay se alinean con Washington, junto con Guyana y Trinidad y Tobago por la disputa del Esequibo. Del otro, México, Colombia, Cuba y Nicaragua rechazan la jugada. Gustavo Petro lo dijo sin rodeos: una invasión sería “el peor error”, un incendio regional imposible de apagar. El recuerdo del efímero Grupo de Lima confirma lo volátil de estas coaliciones, sujetas al vaivén de los ciclos políticos.

El despliegue no solo polariza, también expone las contradicciones de Washington. Ocho buques de guerra, tres destructores, un crucero, un buque anfibio, dos de desembarco y un buque de combate litoral, con 9.000 efectivos a bordo, constituyen la mayor concentración naval en décadas en el Caribe. Cada destructor transporta además agentes de la Guardia Costera y de seguridad interior, borrando la frontera entre misión antidroga y operación militar.

La contradicción es aún más evidente cuando la Casa Blanca reparte recompensas por la cabeza de Maduro y lo viste de narcoterrorista para encender la retórica de confrontación, al mismo tiempo abre la puerta a Chevron para que saque petróleo, organiza vuelos de deportación con Caracas y hasta negocia canjes humanitarios. En julio, 252 venezolanos regresaron en aviones de expulsión a cambio de 10 estadounidenses liberados en las cárceles de Maduro. Y como si no bastara, Trump endureció la presión con un arancel del 25 % a quienes compren crudo venezolano y una recompensa de 50 millones de dólares por el propio presidente.

Incluso dentro de su administración surgen voces disonantes. El subsecretario Christopher Landau lo expresó con claridad: “Estados Unidos no busca un cambio de régimen directo, la salida debe provenir del propio pueblo venezolano.” Una afirmación que contradice la parafernalia militar y deja al descubierto el verdadero trasfondo: no liberar a Venezuela, sino administrar una ecuación de intereses donde convergen seguridad hemisférica, energía y política migratoria.

El contexto lo vuelve más llamativo: el despliegue en el Caribe ocurrió pocas semanas después de la reunión Trump–Putin en Alaska. ¿Casualidad? Difícil creerlo. En esa cita, presentada como un intento de “recomponer canales de comunicación”, nadie habló abiertamente de Venezuela, pero el calendario sugiere otra lectura: Washington muestra músculo frente a Maduro justo después de sentarse con el principal sostén externo del régimen. En ese ajedrez, Caracas deja de ser solo un problema regional y se convierte en ficha de negociación global. Rusia aporta créditos, asesores militares y petróleo; Estados Unidos responde con sanciones, despliegues y bravatas. Entre bastidores, Venezuela aparece menos como prioridad en sí misma y más como moneda de cambio en un pulso mayor, donde la retórica de confrontación convive con la lógica del trueque geopolítico.

Al final, la estrategia de Trump se mueve entre la amenaza y la transacción, pero ya no solo hacia Caracas, también hacia Moscú. Que el despliegue llegara tras su reunión con Putin en Alaska suena menos a casualidad que a jugada de tahúr: exhibir músculo en el Caribe mientras se tantea un trueque con el socio mayor de Maduro. En ese juego de sombras, Washington disfraza cálculo de cruzada, y Venezuela deja de ser un país para convertirse en ficha, botín o simple moneda en la mesa de otros. El derecho internacional se desvanece como humo de tabaco en un bar cerrado, y lo único que queda claro es que el destino de Caracas se negocia lejos de Caracas.

¿Qué podemos esperar?

El despliegue militar estadounidense en el Caribe y la estrategia de presión máxima contra Venezuela plantean un dilema entre política y derecho. Desde lo jurídico, la conclusión es inequívoca: el uso unilateral de la fuerza, ya sea mediante invasión o ataques selectivos, constituye un acto de agresión prohibido por la Carta de la ONU y la resoluciones relevantes. La narrativa antidrogas y antiterrorista, aunque políticamente eficaz, no genera justificación legal. Panamá en 1989 e Irak en 2003 lo demostraron: la seguridad convertida en pretexto erosiona las reglas que impiden que el mundo se rija por la ley del más fuerte.

En el plano regional, la división entre países que respaldan a Washington y aquellos que lo rechazan confirma la incapacidad de América Latina para construir consensos sostenidos. La OEA y la ONU permanecen relegadas, mientras se refuerza la lógica de coaliciones ad hoc, sin legitimidad internacional.

Lo nuevo es que la crisis dejó de ser solo hemisférica. Rusia, con su veto en el Consejo de Seguridad y su respaldo económico y militar a Caracas, convierte a Venezuela en un capítulo de la disputa global con Washington. Tras la reunión Trump–Putin en Alaska, el despliegue en el Caribe adquiere un cariz más inquietante: el país puede terminar siendo moneda de cambio en un pulso mayor entre potencias.

La lección es clara: si se normaliza que la lucha contra el narcotráfico habilite el uso unilateral de la fuerza, se abrirá un precedente peligroso que socava la seguridad colectiva. Venezuela es hoy el campo de disputa, pero mañana podría ser cualquier otro Estado. Que Maduro siga siendo un autócrata acusado de violaciones a los derechos humanos y corrupción no convierte a Venezuela en tierra de nadie. Su permanencia en el poder exige respuestas firmes, pero estas deben provenir de los instrumentos que ofrece el derecho internacional: presión diplomática multilateral, activación de mecanismos de rendición de cuentas como la Corte Penal Internacional, sanciones coordinadas en foros colectivos y un apoyo real a la sociedad civil venezolana.

El dilema no es elegir entre la impunidad de Maduro o los cañones de Trump, sino construir una salida internacional que combine legalidad, legitimidad y eficacia. La solución también exige impedir que el destino de Caracas se negocie entre Washington y Moscú. Porque si la fuerza y la transacción terminan por imponerse al derecho, lo que arderá no será solo Caracas, sino la idea misma de un orden mundial basado en reglas.

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