
Quito, Ecuador
El 12 de agosto escribí que el Gobierno ondeaba banderas para tapar cadáveres. Un mes después, la escena se repite, confirmando que la propaganda ha reemplazado a la política pública. Daniel Noboa vuelve a convocar a la ciudadanía a marchar, esta vez en Guayaquil, la ciudad donde más se asesina, más se secuestra y más se extorsiona.
La paradoja es grotesca: un presidente llamando a marchar por la paz y contra la inseguridad equivale a un cirujano pidiendo cadenas de oración porque no sabe operar; equivale a un bombero que, en lugar de apagar el incendio, monta un mitin contra las llamas mientras el barrio arde y él posa, impecable, con el casco reluciente para la foto oficial. Ya fue un despropósito arrastrar multitudes contra la Corte Constitucional, pero pedir marchas contra la inseguridad siendo el primer responsable de la seguridad raya en el esperpento.
En agosto vimos cómo se colocaban los rostros de los jueces en pancartas, culpándolos de la violencia. Ahora, el riesgo es que se culpe a la ciudadanía de no acompañar al líder en su caminata por la “paz”. La manipulación es la misma: transformar un deber del Estado en una consigna de masas, trasladar la carga a la gente y convertir la debilidad en espectáculo.
Lo dije antes y lo repito: las marchas no son el problema cuando nacen de la indignación ciudadana. El problema es que provengan del poder, que debería estar asumiendo responsabilidades y no improvisando coreografías. Ya se conoce el libreto: buses fletados como transporte oficial del fervor prestado, banderas recién planchadas, camisetas idénticas y asambleístas que cambian el escaño por la comparsa. Una procesión presentada como cruzada ciudadana, pero que en realidad es escenografía de poder. No hace falta esperar al 11 de septiembre para saber cómo lucirá: una ciudadanía desinformada vestida de causa justa. No es devoción ni convicción, es obediencia en uniforme. Y detrás del telón, un Estado que ya no protege a sus ciudadanos, sino que se protege a sí mismo, usando a la gente como extras en su teatro callejero.
Mientras tanto, los cadáveres se amontonan, las morgues revientan y los barrios se pudren entre secuestros y extorsiones. Y frente a esa carnicería, el Gobierno prefiere organizar desfiles de banderas antes que poner policías en las calles; prefiere coreografías para la foto que seguridad para la gente.
¿Qué debería hacer el Gobierno?
No convocar procesiones, sino blindar las fronteras. No posar en desfiles, sino depurar a las fuerzas del orden. No buscar culpables de ocasión, sino asfixiar financieramente al crimen organizado y cortar las complicidades estatales que lo sostienen. En pocas palabras: gobernar, no desfilar.
No convocar procesiones, sino blindar las fronteras con controles integrales en puertos, aeropuertos y pasos terrestres, acompañados de políticas de inteligencia criminal que desmantelen las rutas del narcotráfico. No posar en desfiles, sino depurar a las fuerzas del orden mediante controles internos rigurosos, procesos de vetting y mecanismos reales de rendición de cuentas. No buscar culpables de ocasión, sino asfixiar financieramente al crimen organizado con sistemas de trazabilidad patrimonial, cooperación internacional y unidades especializadas de investigación financiera. Y, sobre todo, cortar las complicidades estatales que lo sostienen con reformas institucionales que prevengan la captura del Estado y fortalezcan la independencia judicial. En pocas palabras: gobernar, no desfilar.

Banderas para tapar cadáveres no era un título metafórico: era una advertencia. Hoy, con el anuncio de esta nueva marcha, la advertencia se confirma. Las banderas ondean, los discursos suenan, pero los cadáveres siguen ahí. Y la pregunta que ya no se puede posponer es esta: ¿quién responde por ellos?