De outsider a castigado: Milei y las claves de una lección continental

Meme del presidente de Argentina, Javier Milei, y su motosierra.

René Betancourt

Quito, Ecuador

La política es cruel: un día te aplauden por gritar contra la casta y al siguiente te ajustan cuentas porque la mesa está vacía. El 7 de septiembre, en Buenos Aires, Javier Milei aprendió que no se gobierna con likes ni con insultos televisivos. Lo que quiso vender como un plebiscito terminó en un espejo roto de su propio proyecto. Una diferencia abismal en las urnas lo empujó a la antesala del “síndrome del tercer año”, ese desgaste que en Argentina devora presidentes tan rápido como se evapora la ilusión de campaña en la primera factura impaga. Ni siquiera ha cumplido dos años en la Casa Rosada y ya carga con la resaca de un desencanto colectivo.

Los números son contundentes. Según los resultados oficiales, el peronismo, bajo la alianza Fuerza Patria, alcanzó el 47,3 por ciento de los votos, mientras que La Libertad Avanza, en coalición con el PRO, quedó en 33,7 por ciento. Una diferencia de más de un millón de sufragios en la provincia que concentra el 40 por ciento del padrón no es una derrota: es un descalabro político que desnuda a un oficialismo sin anclaje territorial, debilitado por la economía y contaminado por la corrupción.

Milei, fiel a su estilo, nacionalizó la contienda y la convirtió en un plebiscito sobre su gestión. Su promesa fue “enterrar al kirchnerismo”. El resultado, paradójicamente, ha sido fortalecerlo y darle a Axel Kicillof un protagonismo nacional que lo proyecta hacia 2027.

La derrota se leyó mucho más allá de las fronteras argentinas. Los que lo habían encumbrado como milagro libertario, desde despachos en Washington hasta Vox en España y los nostálgicos del bolsonarismo en Brasil, hoy miran con desconfianza cómo se desinfla el experimento. El golpe bonaerense no solo sacudió su tablero interno, también resquebrajó la fe de quienes lo habían vendido como abanderado global del anarcocapitalismo.

“It’s the economy, stupid!”

Ninguna campaña sobrevive con una economía que empobrece a la mayoría. Aunque Milei se enorgullece de haber reducido la inflación de 200 a 20 por ciento interanual, la percepción ciudadana fue otra. Joseph Napolitan, considerado el padre del marketing político moderno, solía repetir que la política depende menos de los hechos que de cómo los percibe la gente. En el conurbano bonaerense, lo que se percibió no fue una inflación controlada, sino un pueblo viviendo peor: más incertidumbre, menos obra pública, jubilados y discapacitados golpeados por el ajuste.

El ajuste fiscal pudo entusiasmar a los mercados, pero en las urnas se tradujo en castigo. Axel Kicillof lo resumió en una frase: no podés gobernar para los de afuera, para los que más tienen. Tenés que gobernar para el pueblo. El estratega James Carville, lo dijo hace tres décadas: “It’s the economy, stupid”. En Buenos Aires, esa máxima volvió a cobrar sentido: vivir peor no suma votos, los resta de manera inexorable. Ahora bien, que Milei se equivoque no significa que el peronismo haya resuelto sus limitaciones históricas: su capacidad de reinventarse no borra problemas de corrupción, clientelismo o desgaste estructural que arrastra desde hace décadas.

El tres por ciento que dinamitó el relato

Otro golpe letal fue el escándalo que salpicó a Karina Milei, hermana del presidente y sombra del poder. La filtración de audios reveló denuncias de que cobraba un “3%” en sobornos ligados a contratos de la Agencia Nacional de Discapacidad. Este hecho pulverizó el relato moral del mileísmo.

El impacto fue devastador porque coincidió con los recortes a pensiones y servicios para personas con discapacidad. Ajustar a los más débiles mientras se sospecha que la hermana del presidente pasaba la gorra en nombre del Estado es una contradicción que no se perdona. Desde entonces, el “3% de Karina” dejó de ser un dato en una filtración y se volvió un tatuaje político imborrable: la marca de un oficialismo que prometió dinamitar la corrupción y terminó dinamitándose a sí mismo.

A esto se sumó un componente generacional: los jóvenes que en 2023 habían convertido a Milei en fenómeno político le retiraron el crédito con la misma velocidad. El voto juvenil, inicialmente fascinado con la rebeldía libertaria, se encontró con más precariedad, menos oportunidades y un gobierno incapaz de hablar su idioma. El desencanto fue tan fulminante como la adhesión inicial.

Marketing, espectáculo y desconexión

Milei llegó a la presidencia montado en un formidable despliegue comunicacional. Pero una vez en el poder, su política quedó reducida a gestos y símbolos: fotos con Elon Musk, virales en redes, insultos televisivos contra “los kukas”. Giovanni Sartori lo advirtió con precisión: “La política del videoclip es una política sin pensamiento”. Milei encarnó esa lógica efímera. La espectacularidad alcanzó para encender pasiones en campaña, pero resultó incapaz de tejer una narrativa de gobierno que sostuviera las esperanzas depositadas en él.

Lo que antes fue combustible de campaña ahora opera como bumerán: las redes que multiplicaron su épica hoy amplifican su desgaste; los memes celebratorios se volvieron corrosivos. La comunicación que lo hizo presidente ahora desmonta su imagen con una velocidad implacable.

Gobernar en soledad

Milei gobierna con minoría parlamentaria y, en lugar de tender puentes, eligió el enfrentamiento. El Congreso no solo ha rechazado sus proyectos, también se atrevió a desafiar sus vetos, como ocurrió con la ley de emergencia en discapacidad. Sin una coalición sólida, y con el PRO reducido a un socio menor, el oficialismo navega casi en solitario. La derrota bonaerense acentuó esa imagen de aislamiento: varios gobernadores, incluso quienes lo habían acompañado en 2023, difundieron un mensaje conjunto recordándole que “sin gestión, no hay futuro”.

Frente a ese vacío, volvió a relucir la resiliencia histórica del peronismo. Más que un partido, es una maquinaria de supervivencia capaz de hibernar en la derrota y rearmarse en cuanto su adversario muestra fisuras. Esa capacidad de reinventarse explica por qué, cuando Milei buscó plebiscitar su gestión, terminó por devolverle oxígeno a un peronismo que parecía exhausto.

El peronismo se rearma: Kicillof en ascenso

La gran novedad política es Axel Kicillof convertido en figura nacional. Gobernador desde 2019, logró lo que parecía un milagro: alinear al peronismo bajo Fuerza Patria pese a sus viejas rencillas con Cristina Fernández de Kirchner. Desdoblar las elecciones fue su golpe maestro y le dio aire para proyectarse más allá de Buenos Aires. Con casi cuatro millones de votos, según los resultados oficiales, no solo tumbó a Milei sino también las dudas internas de su propio partido. En su bunker lo proclamaban conductor, mientras Cristina, desde el arresto domiciliario, se limitaba a un video desabrido celebrando desde un balcón y La Cámpora quedaba en un segundo plano.

Este análisis no parte de simpatías partidarias, sino de dinámicas políticas más amplias: la erosión acelerada de un gobierno que quiso plebiscitar su gestión antes de tiempo y la reaparición de un peronismo que, aunque revitalizado coyunturalmente, aún enfrenta enormes desafíos.

Falta de previsión y exceso de confianza

Milei, hasta el último minuto, repitió el mantra del “empate técnico” como quien silba en la oscuridad para no admitir el miedo. Ignoró las encuestas, los indicios del desgaste y el humor social que ya olía a derrota. Hace siglos Sun Tzu advertía que ignorar la posibilidad de perder equivale a estar derrotado de antemano. El libertario prefirió taparse los ojos y, en esa ceguera, convirtió lo que pudo ser un tropiezo manejable en una paliza monumental.

El “síndrome del tercer año” anticipado

La historia reciente de la Argentina parece escrita con la misma tinta: presidentes que se desangran en su tercer año de mandato. Fernando de la Rúa ni siquiera llegó a cruzarlo después de las legislativas de 2001. Cristina Fernández arrancó 2014 con una devaluación que marcó el inicio de su declive. Mauricio Macri, aunque había ganado en 2017, se desplomó en el tercer año. Alberto Fernández, tras la derrota de 2021, quedó desdibujado con la renuncia de su ministro de Economía. Milei todavía no cumple dos años en la Casa Rosada, pero la derrota en Buenos Aires adelanta la película: la ilusión inicial se evapora, las políticas que prometían esperanza huelen a castigo y la gobernabilidad empieza a resquebrajarse antes de tiempo.

Ni fin de ciclo, ni tierra arrasada

La derrota de Milei reabre un viejo expediente: ¿tiene sentido seguir hablando de izquierdas y derechas en América Latina? Durante años se proclamó el “fin de ciclo progresista” y el ascenso de liderazgos disruptivos que decían superar esas etiquetas. Milei encarnó esa promesa con su traje de anarcocapitalista, pero la realidad electoral lo bajó de un hondazo.

El peronismo, con Axel Kicillof al frente, probó que las banderas clásicas de la justicia social, el Estado presente y la sensibilidad hacia los vulnerables siguen movilizando multitudes, mientras que la derecha radicalizada de Milei exhibió sus límites: el ajuste y la antipolítica no alcanzan cuando la vida cotidiana se traduce en refrigeradoras vacías. Más que un “fin de ciclo”, lo que emerge es una rotación constante: las derechas llegan por el desgaste de las izquierdas, tropiezan con sus propias contradicciones y abren paso a que las izquierdas, aunque golpeadas, se reagrupen. Buenos Aires lo recordó con crudeza: en tiempos de crisis, la gente busca refugio en la protección social antes que en el vértigo de un mercado sin red.

Una advertencia para América Latina

Lo ocurrido en Buenos Aires tiene resonancia continental. En varios países asoman liderazgos personalistas que presentan el shock económico y el desprecio por la política tradicional como pócimas milagrosas. La experiencia de Milei deja una verdad incómoda: la antipolítica se desploma cuando se convierte en política de gobierno, y el fundamentalismo del mercado corroe legitimidades mucho más rápido de lo que estabiliza indicadores macroeconómicos.

La enseñanza es brutal: la macroeconomía no sirve si la heladera está vacía; la ética no es un lujo, porque un escándalo puede arrasar en semanas con la épica construida durante años; las oposiciones cohesionadas pesan más que gobiernos aislados; y los personalismos, por más estridentes que sean, terminan revelando la fragilidad de un castillo de naipes.

La política, al final, exige tender consensos y no dinamitar puentes. Milei encara ahora el tramo más áspero de su presidencia: tras la derrota bonaerense reconoció un “revés electoral”, pero prometió redoblar el rumbo. Convicción o ceguera, da lo mismo: cada paso hasta las legislativas del 26 de octubre será escrutado por mercados, opositores y ciudadanos con la paciencia agotada. Para Milei, el dilema es nítido: rectificar o persistir. Para Kicillof, la oportunidad está servida: consolidarse como el rostro renovado de un peronismo que, una vez más, resurge cuando parecía derrotado.

Y para América Latina, la advertencia es clara: ningún proyecto de poder se sostiene solo con ajustes, retórica incendiaria y culto al líder. La política, al cabo, sigue siendo el arte de convertir promesas en realidades.

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