Guayaquil, Ecuador
Sobre las ruinas de la corte cervecera, aquella que recibía órdenes desde un teléfono de palacio, una comisión calificadora elegida por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social Transitorio presidido por el doctor Julio César Trujillo eligió una nueva Corte Constitucional que presidió el doctor Hernán Salgado.
Era una buena Corte, y en mucho, superior a varias de las anteriores. Heredó una carga procesal intensa que todavía no termina de evacuar. Y ya va siendo hora. Poco a poco la Corte fue haciéndose respetar a través de sus dictámenes y contribuyó a lo que hoy se ha desarrollado y que no estoy todavía seguro de que sea positivo: un nuevo derecho procesal constitucional.
A partir de ello se creó una nueva especialización profesional: los constitucionalistas. Hoy hay decenas de ellos que son generadores de opinión, pues cada día existen conflictos constitucionales, unos menores que interesan a particulares y otros mayores que involucran a las funciones del estado.
Lo cierto es que la constitución de Montecristi es tan reglamentaria que fue convertida en instrumento diario del ejercicio profesional de los abogados a través de las acciones de protección, de los habeas corpus, de las acciones extraordinarias y demás. Y, naturalmente, los dictámenes de la Corte fueron la jurisprudencia que alimentaba audiencias, alegatos y sentencias. Hoy recogidos en muy buenos libros.
Algunos de estos profesionales, no todos naturalmente, defienden a capa y espada la estructura de una constitución garantista y que permite discutir en los tribunales, asuntos que antiguamente se discutían en la justicia ordinaria. Y, evidentemente, a la Corte Constitucional, le conviene presentarse como el último reducto de resistencia ante el hipotético autoritarismo de un presidente que tiene mayoría en la Asamblea, en el Consejo de Participación Ciudadana y en el Consejo de la Judicatura. Y que, según algunos, se apresta a controlar la función judicial luego de una declaratoria de “emergencia judicial”.
Reivindicar entonces, el sistema de pesos y contrapesos, asignado normalmente a los parlamentos y no a las funciones judiciales, genera no pocos respaldos. Yendo al otro fiel de la balanza, no ya en lo técnico-jurídico, sino en lo político, la Corte emitió dictamen para que la Asamblea de mayoría correísta-socialcristiana enjuicie al ex presidente Lasso por un contrato que no firmó, elevando a la categoría de precedente la “mínima verosimilitud” que puede ser invocada en el futuro para desestabilizar a cualquier gobierno.
Luego, después de la muerte cruzada, Lasso envió a la Corte siete proyectos de ley y la Corte negó la ley de “atracción de inversiones”, la de apoyo financiero a los “coactivados de créditos educativos”, la de “reestructuración empresarial” y la de “equilibrio de las finanzas públicas” por considerar, en resumen, que no revestían urgencia. Le negó a Lasso los instrumentos para gobernar.
A Daniel Noboa, como dijo un medio de comunicación con ironía, le han aprobado “dos preguntas y media”. Es decir, razones hay para cuestionar muchos dictámenes y actitudes de la Corte. Sin embargo, la decisión del presidente de enviar directamente al CNE la convocatoria para una asamblea constituyente, que es algo muy serio, le resta legitimidad a su decisión.
Y así lo ha entendido el CNE al acatar la decisión de la Corte. ¿Qué viene ahora? Sin duda, hay que desmontar Montecristi. Para ello el presidente debe enviar a la corte un decreto sustitutivo con los mismos considerandos que tiene el decreto 148 que contienen argumentos suficientes que se encuadran en el dictamen 10-24-RC del 1 de mayo de 2025 cuyo ponente fue el actual presidente de la corte, Dr. Jhoel Escudero Solis y que indica: “el proponente de una convocatoria a asamblea constituyente debe identificar razones claras y coherentes (por ejemplo, de índole social, económica, política o jurídica, entre otras que considere el proponente) para justificar la necesidad de expedir una nueva Constitución”.
Y en el decreto 148 existen tales razones “claras y coherentes”. Cuidado, Corte y Ejecutivo se incineran en la hoguera de las vanidades. Sin ceder un ápice. Y el gran sacrificado de tal pugna será el país. Que el presidente respete, aunque le moleste, el rol de la Corte de emitir el dictámen.

Y que la Corte respete las razones del Ejecutivo para convocar una constituyente que redacte una nueva constitución que no sea traje a la medida de nadie sino un instrumento que apunte al desarrollo. Como lo fue la de 1.998.
