Quito, Ecuador
La guerra de Vietnam, considerada el primer conflicto bélico totalmente televisado desde 1968, marcó un hito en la historia de los medios al llevar la tragedia directamente a los hogares a través de imágenes impresionantes que influyeron en la opinión pública y en el curso del altercado. Así, se dio inicio a una forma de telerrealidad que mostró escenas crudas y sin filtro de la contienda, como la foto de una niña huyendo del napalm o la imagen de la ejecución de un prisionero a sangre fría, las cuales no solo afectaron la percepción colectiva, sino que también marcaron a toda una generación.
La cobertura de la conflagración permitió a los espectadores experimentar el caos en tiempo casi real desde 1965 hasta 1975, evolucionando de reportajes meramente expositivos a un dramatismo auténtico que cuestionaba las versiones oficiales. En este contexto sociocultural de los setenta, Stephen King, un joven escritor de Portland, ya había alcanzado un éxito notable con novelas como Carrie (1974), Salem´s Lot (1975) y The Shining (1977) que lo consolidaron como una figura clave del terror moderno.
Una crítica a la violencia mediática
En 1979, bajo el seudónimo de Richard Bachman, el autor publicó La larga marcha (The Long Walk), una novela distópica que, pese a no obtener un éxito comercial inmediato, se erigió con el tiempo en un clásico de culto. Admirada por su incisiva crítica al control social y su repercusión con la generación traumatizada por la violencia mediática del conflicto asiático, la obra se fue consolidando como una alegoría poderosa de la telerrealidad y la masacre que encarnó esa colisión.
En su argumento, cien adolescentes son obligados a emprender una marcha interminable sin descanso, bajo amenaza de ejecución inmediata, hasta que solo uno sobreviva, exponiendo la crueldad de un espectáculo estatal que devora a sus participantes. Por ello, en 2025, el filme homónimo dirigido por Francis Lawrence no deja de evocar paralelismos con la contienda de los setenta. Aunque algunas críticas han detectado en esta cinta influencias de Los juegos del hambre (Gary Ross, 2012) o la serie El juego del calamar (cuya tercera temporada se estrenó a mediados de este año), lo cierto es que la película remite directamente a la hostilidad en Indochina por sus similitudes estructurales.
En Vietnam, muchos soldados fueron capturados en tiempo real por cámaras de televisión, exponiendo su vulnerabilidad y fragilidad en una guerra para la que no estaban preparados. Además, numerosos jóvenes norteamericanos de bajos recursos se alistaron voluntariamente, seducidos por incentivos como salarios estables, bonos y beneficios médicos, lo que refleja cómo la pobreza y las condiciones precarias de vida los empujaban inexorablemente hacia la muerte —un mecanismo de reclutamiento y sacrificio que, tanto la novela como el filme, inspirado en la historia de King, retrata con una sinceridad brutal.
Más aún, la película utiliza la premisa de la marcha para ilustrar la deshumanización de los participantes, convirtiendo la crueldad en un formato de entretenimiento que refleja mucha de la espectacularización mediática de la violencia. Esta dinámica no es un mero artificio ficticio, sino un espejo de realidades contemporáneas: en la Guerra de Irak (2003-2011), las cadenas como Fox News y Sky News transmitieron en vivo ejecuciones y bombardeos con un dramatismo sensacionalista.
De Vietnam a las redes sociales
Análogamente, en el actual conflicto entre Rusia y Ucrania, plataformas como TikTok y Telegram convierten grabaciones de drones en contenido viral de destrucción, deshumanizando a combatientes y civiles al reducirlos a métricas de likes, mientras Rusia despliega campañas de desinformación para glorificar sus avances. Asimismo, la guerra árabe-israelí con la escalada israelí en Gaza se mediatiza a través de transmisiones en vivo de ataques en redes sociales y cumbres árabes en Qatar, transformando el sufrimiento en un espectáculo global de hashtags y cumbres de emergencia.
En este sentido, la idea central de la obra del estadounidense es la crítica a una sociedad que normaliza la violencia como una forma de entretenimiento, transformando el agotamiento físico-mental y las imágenes crueles en materia prima para el consumo. Esta problemática se ha visto exacerbada por las redes sociales modernas, cuyo apetito por el contenido viral sensacionaliza las matanzas violentas, convirtiendo tragedias en espectáculos que fomentan la imitación.
Un claro ejemplo de esto se vio en enero de 2024 con Dylan Butler, un adolescente de 17 años obsesionado con los tiroteos escolares que perpetró un ataque en la escuela secundaria de Perry, Iowa. Allí, asesinó a una estudiante e hirió a otras cinco personas. Minutos antes y durante el tiroteo, compartió varias publicaciones en redes sociales, incluyendo un video en TikTok con el desconcertante mensaje: «Ahora esperamos». De manera similar, en Minneapolis, Robin Westman mató a dos niños e hirió a 17 durante una misa escolar en agosto de este año, dejando un manifiesto en Youtube. En estos y muchos otros casos, las plataformas no solo documentan la violencia, sino que, como se narra en el relato del escritor, la convierten en un entretenimiento banal.
Desde Vietnam hasta los conflictos contemporáneos transmitidos en redes sociales, La larga marcha ha demostrado ser una alegoría atemporal sobre la espectacularización de la violencia. La novela y su adaptación cinematográfica revelan cómo la sociedad consume el sufrimiento humano como si fuera un reality show, un fenómeno que ha trascendido décadas y plataformas.

En un mundo donde los bombardeos se vuelven videos de TikTok y los tiroteos se anuncian en las redes, la obra del maestro del terror invita a reflexionar sobre la propia complicidad de las audiencias en un perverso circo, donde el ser humano debe cuestionarse qué tan lejos ha llegado en su insensibilidad hacia la desgracia ajena.
