
Guayaquil, Ecuador
El agro, a nivel de los productores —motor fundamental del desarrollo económico del país —, parece haber perdido su voz. Las organizaciones de productores no tienen poder político, ni económico ni capacidad de negociación, y carecen de liderazgo.
Las asociaciones y cámaras de agricultura, que de acuerdo con la legislación deberían ser los defensores de los productores, no están cumpliendo con su rol de trabajar en beneficio de la mayoría de los agricultores.
En muchos casos, estas organizaciones han sido cooptadas por grupos cuyos intereses políticos y económicos no coinciden con las verdaderas necesidades de los agricultores, lo que genera un desequilibrio de poder que impide el desarrollo del sector y dificulta la implementación de políticas que beneficiarían a la mayoría.
A esta situación se suma la limitada capacidad de acción del gobierno central y de los gobiernos provinciales, que, a través del Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG), y las direcciones de Desarrollo Productivo, respectivamente, tienen “una voz apenas perceptible”.
Esta falta de protagonismo se evidencia en la asignación presupuestaria: tanto en el presupuesto general del Estado, como en los presupuestos de los gobiernos provinciales destinados al sector agropecuario.
Según información del Ministerio de Finanzas (2024), la suma de lo asignado al MAG y por los veinticuatro Gobiernos Autónomos Descentralizados (GAD) provinciales para el sector agropecuario no supera los $180 millones, excluyendo inversiones en vialidad. Este monto representa aproximadamente cinco veces menos de lo recomendado para iniciar un proceso de transformación productiva en el agro.
Es indiscutible que la participación del sector agropecuario primario en la economía nacional ha perdido relevancia frente al crecimiento de otros sectores.
Según datos oficiales, la evolución de los indicadores ha sido la siguiente: en 1954, aproximadamente el 65% del empleo se encontraba en la agricultura, y el sector representaba el 34 % del PIB. Para 1974, la participación había disminuido al 49 % del empleo y al 24 % del PIB.
En el año 2000, el sector agropecuario contribuía con el 31 % del empleo y al 15.4 % del PIB. Los datos de 2024 indican un aporte del 27 % al empleo y del 6.5 % al PIB.
De manera similar, el porcentaje de la población rural con respecto a la población total ha seguido una tendencia descendente. En 1960, el 66 % era rural; en 1980, este porcentaje se redujo al 53 %. Para el año 2000, la población rural representaba el 40 %, y en 2024, el 37 %.
Sin embargo, esto no constituye un argumento válido para justificar su pérdida de representatividad y poder político, ya que esta evolución es un proceso inherente al desarrollo que ocurre en todos los países.
Diferente es la situación de las asociaciones de exportadores y agroindustriales, que cuentan con organizaciones fuertes que defienden sus intereses. Esto debe seguir apoyándose y fortaleciéndose, ya que es importante para el crecimiento del país.
No obstante, es fundamental equilibrar la cancha, promoviendo la institucionalidad de los gremios de pequeños y medianos productores.
Para avanzar en este sentido, no es suficiente los incentivos externos. Son los propios agricultores quienes deben asumir un rol activo para salir de una cultura del paternalismo hacia una orientada a la productividad y la competitividad, que garanticen su bienestar dentro de la lógica del mercado.
En el ámbito económico, es necesario promover enmiendas constitucionales que habiliten mecanismos de parafiscalidad, permitiendo así a los gremios de productores dotarse de recursos propios para autofinanciarse inversiones orientadas a su desarrollo.
En el plano político- electoral, es fundamental que elijan representantes que defiendan sus intereses y que tengan conocimiento sobre las particularidades del sector.
Asimismo, parte de esa pérdida de la “voz del agro” también recae en los propios agricultores, quienes durante años han adoptado una postura pasiva, esperando soluciones del Estado y permaneciendo atrapados en una cultura de dependencia y paternalismo.
Esta actitud ha debilitado su capacidad de organización, de incidencia política, su poder de negociación y de exigencia ante las autoridades. La falta de unidad, visión compartida y liderazgo ha permitido que otros ocupen el espacio que les corresponde.

Por lo tanto, el silencio de la voz del agro no solo ha sido impuesta desde afuera, sino también permitida por la falta de acción interna de los propios productores.