
Quito, Ecuador
La Constitución de la República del Ecuador, en su artículo 98, reconoce que: “Los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos”.
Este principio, inscrito dentro de la carta magna y adoptado en 2008, constituye una de las manifestaciones más avanzadas, al reconocer que la ciudadanía puede oponerse a la arbitrariedad del poder cuando las instituciones dejan de garantizar los derechos fundamentales. No obstante, esta disposición, que busca empoderar a la sociedad civil y reforzar la vigilancia democrática, ha sido en la práctica objeto de tergiversaciones graves que han desvirtuado su esencia, convirtiéndose en bandera de justificación e impunidad para actos de violencia, sabotaje y desestabilización.
En ningún momento la Constitución autoriza que el derecho a la resistencia sea ejercido mediante la fuerza, la intimidación o la destrucción. El artículo 11 numeral 8 establece claramente que: “Nadie podrá invocar un derecho constitucional para suprimir o menoscabar los derechos de otra persona”, por tanto, el ejercicio de la resistencia no puede interferir con la vida, la libertad de tránsito, la seguridad, la salud o el trabajo de los demás ciudadanos.
Invocar el derecho a la resistencia para justificar bloqueos de vías, ataques con explosivos, secuestros de uniformados, destrucción de bienes públicos y privados, constituye una perversión de la norma constitucional. No se trata de una expresión de ciudadanía activa, sino de un intento deliberado por debilitar al Estado, paralizar la institucionalidad y promover el caos como herramienta de presión social o política.
La doctrina jurídica y las decisiones de la Corte Constitucional son categóricas al respecto: el derecho a la resistencia es un mecanismo no violento de defensa y expresión, que puede manifestarse en marchas, plantones o reclamos públicos dentro del marco legal.
Cuando el ejercicio de ese derecho degenera en conductas criminales, deja de ser resistencia y se transforma en sedición, sabotaje o terrorismo, conforme a lo tipificado en el Código Orgánico Integral Penal (COIP).
El propio artículo 83 de la Constitución impone a todos los ecuatorianos el deber de “acatar las leyes y respetar los derechos ajenos”, mientras que el artículo 393 dispone que el Estado garantizará la seguridad humana y la convivencia pacífica, utilizando de manera legítima la fuerza pública cuando sea necesario para restablecer el orden y proteger a la ciudadanía.
La experiencia nacional demuestra que ciertos sectores radicalizados han instrumentado el derecho a la resistencia para crear escenarios de confrontación, sabotaje y terror social, afectando a los mismos ciudadanos a los que dicen representar.
No hay justificación jurídica ni moral que ampare hechos como el ataque a convoyes humanitarios, el impedimento del paso de ambulancias y oxígeno para pacientes crónicos, la toma y destrucción de instalaciones gubernamentales, el empleo de artefactos explosivos en bazucas caseras, o la coacción a comerciantes para que cierren sus actividades bajo amenaza de saqueo.
Ninguna de estas acciones se encuentra contemplada en la constitución ni en el artículo 98. Son actos de violencia que vulneran los derechos humanos y que buscan reemplazar la protesta pacífica por la intimidación colectiva.
Por otra parte, la fuerza pública, en cumplimiento del mandato constitucional, tiene la obligación de preservar el orden, la seguridad y los derechos de la población. El uso legítimo de la fuerza, enmarcado en los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad y humanidad, no puede interpretarse como represión, sino como la expresión de la autoridad del Estado democrático frente al desorden, la violencia organizada y el terrorismo urbano.
Cuando los movimientos sociales o grupos violentos sobrepasan los límites del derecho y se convierten en amenazas a la estabilidad institucional, el Estado no solo puede, sino que debe actuar. La inacción, en tales circunstancias, significaría una renuncia a la soberanía y una traición a la obligación de proteger a los inocentes frente al abuso de las minorías violentas.
El equilibrio entre el derecho a la resistencia y el mantenimiento del orden público es uno de los desafíos más complejos de la democracia ecuatoriana. La resistencia legítima es un acto de valentía ciudadana frente a la injusticia; la violencia organizada, en cambio, es un acto de traición al pueblo ecuatoriano. Confundir ambas realidades es un error grave que erosiona la convivencia democrática y destruye la confianza en las instituciones.
Por ello, el análisis del artículo 98 debe ser integral y equilibrado, comprendiendo que este derecho fue concebido como una herramienta de participación social y defensa ética, no como un instrumento de guerra política o subversión interna.

El verdadero desafío consiste en reivindicar la resistencia pacífica como expresión de conciencia cívica, mientras se debe combatir con firmeza —desde la ley y la legitimidad— a quienes manipulan este principio para sembrar caos, confrontación, desestabilización y terrorismo urbano en el país.