
Quito, Ecuador
En el centro de Ibarra, un comunero, armado de un altavoz, grita enfervorizado: “Este es primer aviso a ciudad de Ibarra, si de aquí, compañeros de Ibarra, si no ayudan a la comunidad, a los indígenas, a los pueblos (…), si no ayudan ustedes, compañeros, en la segunda (¿venida del Señor?) venimos a desbaratar”. Aplausos, chiflidos de aprobación, toques celebratorios de vuvuzelas.
“Y si no nos hacen caso, estaremos con más gente tomando la ciudad de Ibarra”, añade una mujer furiosa. “Y si es que el gobierno no da diálogo, bien, el feriado nos tomamos Ibarra, pasamos aquí y se cierra todo, compañeros y compañeras. ¡Viva la lucha!”, remata un hombre, desafiante.
¿Qué nos dicen estos hechos? Que quienes amenazan a los ibarreños actúan con la furia característica de quienes creen tener la razón y, por tanto, el derecho a imponerla.
Los ibarreños, que han mostrado una sordera injustificable ante la palabra revelada de los comuneros, han hecho gala, además, de un carácter indócil: no hacen caso, no ayudan; merecen, pues, ser castigados con el cierre de vías y negocios y, si se tercia, con una pedrada de confianza o con un fierro filoso que les atraviese el talón.
A las amenazas y al sitio que ejercen sobre la ciudad, los comuneros le llaman “La Lucha”, una serie de acciones cuyo fin último es “desbaratar”, es decir, arruinar la ciudad.
Si tuvieran alas, serían ángeles vengadores. Y no necesitarían de basucas artesanales para derribar helicópteros en vuelo ni piedras para lapidar a la caravana del presidente de la república ni podrían ser detenidos en flagrancia y juzgados por la justicia terrenal de los “blanco-mestizos”, esos advenedizos. El mundo, piensan, sería mejor sin ellos.
“Una vez que se siente apoyado por su conciencia, una vez que se ha embarcado en una misión de patente utilidad, el verdadero (creyente de cualquier causa) nunca cede. Ni los influjos públicos ni los privados producen el menor efecto sobre nosotros cuando nos hemos decidido a llevar a cabo una misión; el motín también es un desenlace; la guerra, en otras ocasiones, su resultado; nosotros seguimos en nuestra faena sin tener para nada en cuenta los móviles que impulsan el mundo. Nos hallamos por encima de la razón; más allá del ridículo (…), solo nosotros obramos siempre virtuosamente” (Wilkie Collins).
Las acciones de la CONAIE, llevadas a cabo por artistas que no son terroristas, siguen, como las de los paros de 2019 y 2022, la lógica de la toma de rehenes, una de las prácticas más valoradas por los terroristas de todo el mundo. Solo que, en este caso, los rehenes son ciudades enteras. Por lo demás, los componentes de la toma son los mismos: alguien -los comuneros de la CONAIE- tiene en su poder a los habitantes de una ciudad -Ibarra u Otavalo-, a quienes amenaza y aterroriza, con el propósito de obligar a un tercero -el gobierno ecuatoriano- a hacer lo que ellos exigen: eliminar el decreto 126, rebajar el IVA del 15% al 12%, etc.
¿Qué oportunidad tienen frente a ellos los ibarreños y otavaleños? Dejados de la mano del gobierno, ninguna. Se han movilizado, sí. Han marchado por las calles expresando su desacuerdo con el paro, han limpiado escombros y, algunos, se han enfrentado cara a cara con los ángeles vengadores que patrullan las calles de unas ciudades donde no hay policías ni militares que los protejan.
¿Temen, acaso, que se les vaya otra vez la mano? Mientras tanto, se ha instituido un nuevo orden: no el de la ley y la fuerza legítima, sino el de la arbitrariedad y la violencia del tumulto.

No hay que tensar demasiado la cuerda. Si el Estado no asume sus responsabilidades de la manera debida, si, por estrategia, lleva a los pobladores de Ibarra y Otavalo a defenderse de las agresiones de los comuneros indígenas por sus propios medios, estos, como los comuneros, pueden recurrir también a la violencia. “Tanto va el cántaro al agua hasta que se rompe”.