El analfabeto político en la hora crítica del Ecuador

Personas se manifiestan durante una marcha por la paz este jueves, en Guayaquil (Ecuador). El presidente de Ecuador, Daniel Noboa, encabeza una nueva manifestación con la que espera mostrar su poder de convocatoria tras la marcha que lideró el mes pasado contra la Corte Constitucional. EFE/ Mauricio Torres

René Betancourt

Quito, Ecuador

Antes de empezar, lo dejo claro para que nadie se haga el distraído: esto no va contra un partido ni a favor de otro. Me dan igual las siglas, los colores y las hinchadas de cartón. Hablo de un mal general, una epidemia cívica que nos atraviesa a todos. Si arde, no es la tinta: es el reflejo.

Bertolt Brecht advirtió que el peor analfabeto es el político. Hoy, en el Ecuador, ese analfabetismo se volvió costumbre: ignora, aplaude y pide repetición.

El último ejemplo está a la vista. Se insulta a los pueblos indígenas por protestar contra la eliminación del subsidio al diésel. Desde la comodidad del centro comercial se juzga a quien no puede costear el transporte de su cosecha. Se repite el libreto de siempre: “vagos, revoltosos, enemigos del progreso y terroristas”. Nadie se pregunta por qué las medidas de “ajuste” siempre ajustan al mismo cuello, ni por qué el Gobierno eliminó el subsidio de un día para otro, sin socializar la medida ni dialogar con los sectores afectados.

Tampoco recuerdan que en campaña el presidente prometió explícitamente no subir el diésel. El analfabeto político no ve la contradicción: necesita un culpable y, mientras lo encuentra, aplaude al verdugo.

No es un caso aislado. En septiembre de 2025 se marchó junto al presidente “contra la inseguridad”, sin notar el absurdo: acompañar al responsable de garantizarla para protestar contra su propio fracaso. Se pidió “mano dura” sin entender que ya está encima. Se creyó que la violencia se combate con discursos, tatuajes y hashtags, mientras las balas suenan más cerca y los muertos se vuelven estadística. Mucho megáfono; poca presencia donde de verdad hace falta: en el barrio.

Siguió el ataque a los contrapesos. Se carga contra la Corte Constitucional como si los jueces patrullaran barrios y decomisaran pistolas, convencidos de que los magistrados, y no el Ejecutivo, son los responsables del crimen. Se compra la narrativa sin leer la letra pequeña: se confunde autoridad con fuerza y se celebra la eficiencia del látigo, sin notar que toda dictadura empieza con un aplauso. Y cuando la justicia se arrodilla, la democracia se prostituye.

En paralelo, la devoción por la escena. Se alaba al Gobierno con fervor religioso, pero si se pide una sola obra concreta llega el silencio o el absurdo. Se desconoce qué políticas públicas existen, qué resultados tienen y cuánto cuestan. La lealtad no es racional, es estética: basta un eslogan, una sonrisa, un bailecito en TikTok o un tatuaje. Sí, el tatuaje: ese fénix en la piel presidencial que prometía renacer frente al crimen. Hoy, con los asesinatos y las extorsiones al alza, el fénix no resucita: se calcina. Muy fotogénico, poco útil.

Y la cuenta, siempre para abajo. Se aplaude el aumento del IVA con la fe de que pagar más es estrategia contra el narcotráfico. Subió el pan, subió el pasaje, subió la luz. Lo único que no subió fue la seguridad. Pero se sigue aplaudiendo porque “algo hay que hacer”. Lo que no se hace es preguntar ni exigir resultados ni entender que el crimen no se combate desde la caja fiscal, sino desde el Estado de derecho.

El analfabeto político no busca soluciones: busca altares donde arrodillarse, aunque los santos sean de yeso y los milagros de marketing.

Mientras tanto, los mismos que piden sacrificio hacen cuentas en silencio. Entre marzo y octubre de 2025, la deuda de la Exportadora Bananera Noboa con el SRI pasó de 94,6 millones de dólares a cero. La empresa, antes mayor deudora del país, redujo su saldo gradualmente hasta declararlo cancelado el 1 de octubre. Nadie explicó cómo.

La coincidencia con la remisión tributaria de la Ley de Integridad Pública, vigente entre junio y septiembre, no parece casual. Los beneficios se mantuvieron para quienes pagaron antes de su anulación por la Corte Constitucional. Pero el analfabeto político no se inmuta. No pregunta, no compara, no sospecha. Aplaude mientras le suben impuestos y a los de arriba les perdonan millones.

Confunde orden con justicia y austeridad con obediencia. Es el ciudadano perfecto para el poder imperfecto: el que calla mientras le pasan la factura y le venden el sacrificio como patriotismo.

Y, por si faltaba, llegan los iluminados que claman por una Asamblea Constituyente, convencidos de que una nueva Constitución nos redimirá. Hablan de “refundar la patria”, pero si se les pide que digan qué está mal en la actual, balbucean generalidades.

No han leído ni una página y ya quieren escribir la próxima. La ignorancia, cuando se disfraza de idealismo, se vuelve peligrosa: pretende reescribir la historia sin haberla entendido. Y de los más de 220 millones que costará el nuevo credo constitucional, ni una palabra. La patria se “redime”, pero con la billetera del pueblo.

Nada de esto es coyuntura. Es costumbre. Marchar sin brújula, opinar sin leer, votar sin memoria. Convertimos la política en espectáculo y el espectáculo en anestesia. Las marchas tienen coro, luces y final feliz. Al día siguiente, la misma calle, la misma bala, la misma cuenta.

El analfabetismo político no tiene color ni dirección: es una carencia transversal que se disfraza de entusiasmo o de neutralidad según convenga. Es una enfermedad cívica que nos atraviesa a todos, la de quienes renuncian a pensar y luego se sorprenden de que los piensen por ellos. Brecht avisó que de la ignorancia política nacen el corrupto y el niño abandonado. Aquí añadimos la versión local de este momento: el IVA sin seguridad, el tatuaje sin resultados, la Constituyente sin causa.

Y están los que repiten que “la política no me interesa”, mientras la política les sube el alquiler, les vacía el bolsillo y les calla la boca. No son pobres ni incultos, son complacientes. Prefieren el meme al dato, la consigna al análisis, el grito al pensamiento. Creen que desentenderse es neutralidad, sin notar que la política ya decidió por ellos cuánto pagan, qué respiran y qué callan.

Y así va el país: entre aplausos y cortinas de humo, una ciudadanía que grita sin saber por qué, que marcha sin saber hacia dónde y que vota sin saber por quién. Se canta, se llora, se aplaude y, al día siguiente, todo sigue igual.

Mientras tanto, los verdaderos responsables del desastre gobiernan cómodos, porque un pueblo que no piensa es el sueño húmedo de cualquier poder. La democracia no muere de un golpe, muere de pereza. Brecht tenía razón. En el Ecuador de hoy, el analfabeto político perfeccionó el truco: sabe leer los tuits del poder, pero no la factura.

Postscriptum: Si conoces a un analfabeto político, mándale esta nota sin explicaciones. Que la lea, que se ofenda, que piense. En ese orden. Porque el silencio también tiene partido, y suele ganar.

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