Dimensión espiritual de la guerra

AME8510. OTAVALO (ECUADOR), 15/10/2025.- Manifestantes observan un helicóptero de la Policía de Ecuador este miércoles, durante una manifestación, en Otavalo (Ecuador). El Gobierno de Ecuador alcanzó una tregua con los dirigentes indígenas que lideraban las protestas contra el presidente Daniel Noboa en la provincia de Imbabura, el epicentro de las movilizaciones, lo que no fue avalado por parte de las comunidades, quienes abogan por mantener los bloqueos de carreteras tras registrarse un segundo manifestante fallecido presuntamente por disparos de las fuerzas estatales.EFE/ Washington Benalcázar

Andrés Erráez

Guayaquil, Ecuador

La sanación sería, para Carl Jung, un problema religioso. Extrapolado a la esfera de las relaciones sociales y nacionales la guerra civil podría denominarse estado de sufrimiento. Pues bien, bajo esta introducción podemos reflexionar sobre por qué Ecuador vive en un estado aflictivo; el escenario siempre ha sido claro, sin embargo sus causas parecen desconocidas o peor: ignoradas.

Y he aquí lo que muchos analistas olvidan: no es posible comprender el estado de una sociedad sin su dimensión espiritual, más complejo aún sería intentar hablar del mundo. Muchos colegas o académicos de otras disciplinas alegan que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Es mi deber ético discrepar con esta famosa citación de Lord Acton; ¿Por qué insistimos en personificar al poder como si se tratase de una figura literaria? ¿Tiene el poder voz y voto? ¿Tiene el poder algo de humano más de lo que tendría un martillo o una pistola?

Por más que intentemos encontrar fallas estructurales en la sociedad, en el gobierno y en el mercado – que sí las hay – la guerra tiene su origen en el espíritu del hombre; tiene su génesis en esa no aceptación de la realidad a la que vino a parar, en la cual no eligió nacer y, no contento con haber nacido en un lugar desdichado, en lugar de construir, decidió quejarse o peor: decidió vengarse de lo que nadie hizo por él. Reza un proverbio africano que “el niño que no siente el calor de la aldea, quemará la aldea para sentir su calor”.

Y cuánta falta le hace a los niños ecuatorianos el calor de su aldea y no todos precisamente tienen menos de 15 años, algunos son niños grandes que crecieron en el olvido, al acecho de las sombras de las ideas e intenciones viciadas. El espíritu humano requiere un estudio minucioso porque implica desgranar la experiencia cotidiana en sus capas más sutiles, las acciones, la conducta, los discursos, el pensamiento, las creencias, las ideas, las intenciones, los miedos y los amores. Una tarea nada sencilla que la gente prefirió ignorar bajo la laicidad del Estado y del sistema educativo. Así, poco a poco, fuimos perdiendo nuestra intrínseca sensibilidad por el otro.

Que no se malinterprete, no hablo de situar a determinada religión como bastión de un Estado teocéntrico, estaríamos cayendo nuevamente en el grave error de personificar al poder y atribuir la culpa al Estado, a la empresa, a todos los demás que no fueran yo, precisamente, el primer responsable de la situación que atraviesa el país. El estudio del espíritu y la dimensión que habita es una responsabilidad que no puede ser asignada en un salón de clase o en una investidura política, social o económica; es una responsabilidad personal.

Es un deber propio que se siembra en soledad pero que se cosecha en compañía. El espíritu humano, en tanto bien cultivado, se manifiesta en un desapego por el mundo que no significa la ausencia del amor sino su forma más pura y sus más bonitas ramas como la compasión, el altruismo, la benevolencia y la misericordia. ¿Podríamos a día de hoy tener misericordia con nuestros enemigos políticos? ¿O estaríamos tan ofuscados por una ceguera ajena que seríamos incapaz de repetir “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen?

A lo largo de los siglos el humano se ha enfrascado en sistemas, técnicas y métodos para frenar su impulso desenfrenado de usar el poder a conveniencia, a sabiendas de un espíritu que no es esencialmente incapaz de sostener ese poder pero sí es coyunturalmente frágil para hacerlo. El relato que nos contamos a nosotros mismos sobre el casus belli de Hugo Grotius, el camino del héroe de Joseph Campbell, el calvario de Jesuscristo y los valores patrióticos de tantos próceres son válidos, pero, ¿Todos los días?

Tenemos dos habilidades divinas: la creación y la destrucción, y hemos profanado ambas al relegar al espíritu a un rincón lleno de telarañas ideológicas que, quizás no lo busquen intencionalmente, pero si derivan en la pérdida drástica de la capacidad natural que tiene el hombre de conciliar que dentro de sí lleva la armonía capaz de equilibrar la guerra y la paz. Asuntos de una profundidad tal nos trascienden, no obstante, el misterio no se entiende, se abraza y se respeta. Pero si ni siquiera lo conocemos, ¿cómo vamos a respetarlo?

Mi firme hipótesis es que Ecuador, al igual que muchas civilizaciones, llega a un punto de decadencia moral ante la cual, en palabras de C.S. Lewis – férreo defensor del cristianismo y autor de Las Crónicas de Narnia – solo queda la guerra. Esa decadencia moral no es otra cosa que el descuido del espíritu devenido en la instrumentalización de la academia, el infantilismo de la política, el desprecio de la propia sociedad y la ambición desmedida o la supervivencia desesperada del sector productivo.

Entonces, ¿qué planteo? Solo tenemos dos opciones y quizás a lo largo de los siglos siempre las hemos tenido: perdón o guerra. Antes de que cada ecuatoriano tome su decisión o la deje a la inefable voluntad de su inconsciente, sugiero una respiración profunda y unas preguntas valiosas: ¿Cuántas muertes más tendremos que soportar? ¿Cuántas despedidas? ¿Cuántos discursos? ¿Cuánto tiempo creemos que tenemos para que nuestro país se pierda o se recupere?

No es un trabajo exclusivo del señor presidente Daniel Noboa, es de cada lector de esta carta, y del que no la lee también. Exhorto a mis conciudadanos a cultivar su espíritu y a través del mismo recuperar la patria que hemos perdido en la inercia de frases diarias sobre el pesimismo de nuestra situación. Al igual que la tuvo Rafael Correa, al igual que todos los días, tenemos una oportunidad histórica para cambiar nuestro país. Que ninguna muerte o vida sea en vano.

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