Guayaquil, Ecuador
En el Ecuador actual, la agitación social, la violencia vinculada al narcotráfico y el auge de las extorsiones convergen, conformando un escenario marcado por la incertidumbre, la frustración, el temor y una creciente fatiga colectiva.
Esta situación revela una crisis de gobernabilidad e institucionalidad, caracterizada por la coexistencia del poder formal con estructuras informales, las leyes se aplican según conveniencias, y los bonos coyunturales se han transformado en la principal estrategia de desarrollo, desplazando así la visión de cambio estructural que el país requiere.
Ante este panorama de debilitamiento estatal y de su incapacidad para cumplir con sus funciones fundamentales—como garantizar la seguridad, la justicia, la legalidad y la provisión de bienes públicos—, resulta relevante analizar tres conceptos que permiten dimensionar la gravedad del momento: narcoestado, estado fallido y estado blando.
El término narcoestado, fue utilizado por la revista británica The Economist en diciembre del año anterior, al afirmar que Ecuador encaja en esa categoría. Desde la teoría política, un narcoestado se define como aquel en que el narcotráfico influye directamente en las instituciones del Estado.
Esto ocurre cuando el crimen organizado corrompe funcionarios de manera generalizada, incide en las decisiones políticas y ocupa espacios de poder formal.
Aunque existen discrepancias sobre su origen, se considera que el término comenzó a usarse en el ámbito político entre 1980 y 1990, en referencia a Bolivia y Colombia.
De igual manera, en el caso de nuestro país, algunos analistas sostienen que Ecuador ha llegado a convertirse en un Estado fallido. Según este concepto, se trata de un Estado cuya autoridad central es incapaz de ejercer control efectivo sobre su territorio ni de garantizar derechos fundamentales a su población.
Esto se manifiesta en deficiencias severas en seguridad, gobernanza, administración de justicia y prestación de servicios básicos. En otras palabras, las instituciones públicas se encuentran profundamente deterioradas o colapsadas.
Aunque los conceptos de narcoestado y estado fallido permiten dimensionar aspectos fundamentales de la crisis ecuatoriana, ambos tienden a enfocarse en síntomas extremos del deterioro institucional. No obstante, la situación de Ecuador responde a un debilitamiento progresivo, en el cual las instituciones aún funcionan, pero lo hacen de una forma ineficiente, ineficaz y permeable a oscuros intereses.
En este sentido, el concepto que describe con mayor precisión la situación ecuatoriana es el de Estado blando (Soft State).
Esta idea fue introducido por el premio Nobel de Economía, el sueco Gunnar Myrdal en su obra Asian Drama (1968), para referirse a países en desarrollo donde las instituciones son débiles, las leyes se aplican de forma inconsistente y la voluntad política resulta insuficiente para enfrentar fenómenos como la violencia, la delincuencia, la corrupción, la evasión fiscal.
Myrdal también vinculó el concepto con las deficiencias en los servicios sociales esenciales, donde los sistemas de salud están mal financiados, son fragmentados y presentan un acceso desigual.
Asimismo, el sistema educativo se caracteriza por una infraestructura escolar precaria y una cobertura insuficiente. Las políticas sociales no logran cerrar las brechas existentes, lo que contribuye a perpetuar la pobreza.
En el escenario de este enfoque teórico, las normas se perciben más como recomendaciones que como obligaciones, lo que da lugar a un circulo vicioso: la debilidad institucional obstaculiza el desarrollo, y la falta de desarrollo refuerza la debilidad institucional.
Ecuador refleja esta caracterización. En su laberinto institucional, enfrenta dos trilemas al mismo tiempo. En lo económico, lidia con situaciones complejas de la pobreza, el déficit fiscal y el bajo crecimiento. En materia de seguridad, afronta tres amenazas graves: el narcotráfico, la extorsión y la violencia.
El desafío estructural que plantean estos trilemas radica en que, al intentar resolver uno de los problemas, otro tiende a agravarse. Esto dificulta el diseño de políticas públicas que aborden los frentes de manera simultánea, ya que las soluciones en determinadas áreas pueden entrar en conflicto o generar efectos adversos.
Un ejemplo de esta dinámica se observa en la eliminación del subsidio al diésel, que fue seguida por las movilizaciones de la CONAIE. Si bien se trató de una decisión correcta y necesaria para corregir distorsiones en el uso los recursos fiscales, su aplicación fue improvisada.
Otro reflejo de la actual condición del país es la creciente inseguridad en las zonas rurales, que ha provocado temor entre los propietarios de haciendas. Ante el riesgo de secuestros y extorsiones, muchos han optado por dejar de acudir a sus tierras, lo que compromete la productividad y amenaza con reducir el crecimiento del sector agropecuario.

En este contexto, es válido cuestionarse si la lógica del Estado blando representa el peor escenario posible. Dada la fragilidad institucional que atravieza el país, si el gobierno no logra canalizar las demandas ciudadanas de forma democrática y efectiva, el riesgo de una escalada hacia formas más graves de deterioro—como el Estado fallido o el narcoestado— se vuelve cada vez más real.
