El murciélago del Palacio de Carondelet

El Batman de Nolan, en DC Comics, de 2008.

René Betancourt

Quito, Ecuador

Bruce Wayne nació en una mansión gótica; Daniel Noboa en un imperio bananero. Uno heredó una cueva, el otro un país. Los dos crecieron escuchando que el dinero da obligaciones morales, como si el poder viniera con manual de redención. Pero detrás de tanto deber y tanto traje caro, hay la misma fe de niño rico: la de quien cree que el mundo se arregla desde arriba.

El mito de ambos nace del trauma. Batman se forjó viendo morir a sus padres en un callejón. Noboa, políticamente, nació viendo caer a su padre una y otra vez en las urnas. Cada derrota familiar les tatuó una misión: el uno se disfrazó de murciélago, el otro de presidente. Pero mientras Batman pelea con el caos, Noboa lo necesita. Sin caos no hay relato, y sin relato no hay héroe. Su gobierno vive del humo, de inventar incendios para posar entre las llamas.

Batman patrulla Gotham convencido de que la ciudad se salva a golpes. No busca a los poderosos que la pudren, sino al pobre que la ensucia. Noboa sigue el mismo libreto, aunque con helicópteros y decretos. Llama “terrorista” al que protesta, al que exige, al que duda. Para él, el país es Gotham y la ciudadanía una multitud sospechosa. Así se manda mejor: con miedo en lugar de argumentos.

Ninguno es de palabra fácil. Batman apenas gruñe; Noboa habla como quien repite líneas que no escribió. No inspiran, imponen. Prefieren el gesto al pensamiento. Bruce Wayne tiene a Alfred, el mayordomo que lo baja de la nube moral; Noboa tiene su gabinete, un coro de obedientes. Cuando Alfred le dice “no todo se arregla a golpes”, Wayne se pone la máscara. Cuando alguien en Carondelet murmura “tal vez diálogo”, Noboa firma otro estado de excepción. En Palacio, el ascensor solo sube si asientes.

Y mientras el presidente reprime a los que reclaman lo justo, su familia levanta negocios con la precisión de un reloj suizo. PetroNoboa se creó dieciocho días después de su posesión y consiguió permisos en menos de quince. La tía Isabel aparece entre los papeles del campo petrolero Sacha y la esposa, Lavinia Valbonesi, brilló en Vinazin S.A., el fallido proyecto inmobiliario en Olón que obtuvo licencias exprés. En medio de los apagones, Progen cobró millones por una energía que nunca encendió. Batman jamás sospecha de Wayne Enterprises, y Noboa tampoco de los suyos. La justicia, para ambos, se detiene ante el espejo.

Los dos operan desde la sombra. Batman en su Baticueva, Noboa desde sedes móviles y ciudades blindadas. El primero confía en gadgets y tanques; el segundo en uniformes y decretos. En ambos, la seguridad se mide en ruido y no en confianza.

También comparten la necesidad del enemigo. El Joker da sentido a Batman; la Corte Constitucional irrita a Noboa. Sin antagonistas, sus cruzadas pierden razón. El presidente fabrica caos como quien produce una serie: cada decreto es un capítulo, cada discurso una “batiseñal”, cada enemigo una excusa para aparecer en escena. Y cuando el guión se complica, la justicia corre contra los que protestan y se duerme cuando el apellido pesa.

Y mientras Alfred y Lucius Fox cuidan la imagen del murciélago, Noboa tiene estrategas que convierten cada decisión en epopeya. Ambos son personajes de sí mismos: héroes publicitarios, mártires de la moral ajena, santos de la obediencia.

Batman patrulla de noche, incomprendido por los que dice proteger. Noboa gobierna rodeado de cámaras y de un silencio que se parece demasiado al miedo. Los dos se creen indispensables, los dos confunden autoridad con salvación.

Al final, Batman y Noboa son dos millonarios asustados, jugando a protegernos de nosotros mismos. Para Noboa, casi todos son culpables, salvo los que aplauden. No buscan cambiar el mundo, quieren que no se mueva. Son los guardianes del miedo, los profetas del orden. El credo es el mismo: que el pobre se quede quieto, que el rico duerma tranquilo y que el silencio siga pareciendo paz. Y cuando esa paz se agrieta, siempre queda otra etiqueta, otro decreto, otra sirena. Después de todo, hay quienes siguen viendo en los murciélagos simples ratas con alas, sin notar que a veces las ratas también aprenden a volar.

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