Quito, Ecuador
Que una sola organización social monopolice la representación efectiva de la sociedad civil daña la democracia y la misma sociedad cuya representación se ha arrogado. Ya en el siglo XVII, Hobbes advertía que la aceptación de un poder distinto del estatal y el poder excesivo de una ciudad o corporación conducen a la guerra civil y la desintegración del Estado.
Muchos años más tarde, Publio, seudónimo de uno de los autores de El Federalista, señalaba que, en una república, no solo es necesario defenderse de la opresión de los gobernantes, sino, también, de las injusticias de una parte de la sociedad con otra. La seguridad de los derechos civiles, decía, depende de la existencia de una multiplicidad de intereses y clases de ciudadanos.
Esto, sin embargo, no es suficiente; pues, para que funcione adecuadamente una comunidad política, los distintos intereses de la ciudadanía deben tener la misma posibilidad de expresarse y ser atendidos y protegidos por el poder público de acuerdo con los criterios establecidos en las leyes. Ningún grupo u organización social, entonces, tiene derecho a afectar los intereses lícitos de otros grupos u organizaciones alegando la defensa de sus propios intereses o la representación de un interés superior.
Si trasladamos el pensamiento de estos autores al Ecuador actual, para todos resultará evidente que sus prevenciones deben ser tomadas muy en serio.
Ha surgido en el país una súper organización, la CONAIE, que, gracias a sus capacidades de movilización, el apoyo ideológico del establishment político-cultural y la existencia de una carta constitucional que propicia la división social por razones étnicas, ha logrado acaparar la interlocución de la sociedad civil con el Estado y la aceptación, resignada -del Estado y la ciudadanía- de un poder que se manifiesta tanto en el control territorial como en el ejercicio de la violencia contra la población civil -especialmente la de las ciudades- y la fuerza pública.
La existencia de una organización social hegemónica es síntoma de una sociedad civil debilitada, más aún si esta organización ha conseguido dicha hegemonía gracias a su capacidad para ejercer la violencia contra los ciudadanos y las instituciones democráticas.
Una sociedad civil que, pese a la existencia de múltiples organizaciones en su seno, se encuentra dominada por una súper organización, no puede llamarse pluralista. Y donde no hay pluralismo la democracia se deteriora.
A despecho de lo que algunos afirman, el fortalecimiento de la CONAIE, hasta el punto de haberse convertido en la organización social hegemónica de Ecuador, no ha contribuido a la consolidación de la democracia ni al robustecimiento de la sociedad civil. Le ha permitido, en cambio, monopolizar la representación social y, dando un paso adelante, convertirse en un poder alternativo al del Estado.
Al llegar a este punto, sin embargo, la CONAIE ha empezado a descomponerse, como lo prueba la inclusión en sus estrategias de “resistencia” de conductas propias de un grupo delincuencial o subversivo.
La CONAIE, así, ha ido dejando de lado su carácter civil para adoptar los rasgos de las organizaciones que operan fuera de la ley. Por más que sus miembros y dirigentes proclamen a voz en cuello, y con el mayor descaro del mundo, que su protesta en Imbabura y otras localidades ha sido pacífica, el incendio de un cuartel de la policía, el secuestro de civiles y militares, las golpizas a quienes no secundaban el paro indígena, la fijación arbitraria del precio del gas, el cobro de peajes a los conductores de autos y vehículos de transporte masivo y pesado, la destrucción de los medios de subsistencia de otros ciudadanos, la privación del servicio de agua potable a Ibarra, la instalación, sin ninguna base jurídica, de tribunales populares y un largo etcétera de delitos, la ubican más cerca del Frente Oliver Sinisterra que de una organización de defensa de derechos humanos.
Aunque parezca paradójico, en la medida en que ha ido creciendo, la CONAIE se ha ido desnaturalizando. Y si, alguna vez, llegó a contar con la simpatía de buena parte de la población, tiene ahora a su haber el rechazo de casi todos los ecuatorianos. Según una encuesta de Click Report, el 74,8% de estos desaprueba el reciente paro indígena, aunque solo el 56,04% aprueba la eliminación del subsidio al diésel: el motivo aparente del paro.
Es evidente, también, que su propia hipertrofia le ha llevado a olvidar los intereses reales de la población indígena para asumir objetivos que la rebasan y que, incluso, rebasan la propia democracia y el estado de derecho. De ahí que, a más del gran daño causado a la economía y a la unidad de los ecuatorianos, todos los paros de la CONAIE hayan resultado estériles.
Una organización que llega a acumular un poder que le permite someter por la fuerza a la mayoría de ciudadanos y, por la fuerza también, desafiar la autoridad del Estado, es una fuente constante de división e inestabilidad.
Sin embargo, la terminación de su hegemonía solo podrá darse si los demás ciudadanos se hacen cargo de la defensa de sus propios intereses y si los gobiernos se abren a la conversación con los que, en los últimos treinta o treintaicinco años, han sido excluidos del diálogo y la negociación Estado-sociedad civil.
Cuando una organización social adquiere demasiado poder, el resto de la sociedad civil pasa a un segundo plano y pierde la posibilidad de que sus intereses sean reconocidos por el Estado, pues los gobernantes, centrados en las exigencias del grupo con mayor capacidad para desestabilizar el país -exigencias, por lo general, desmesuradas e imposibles de satisfacer- dejan de atender sus intereses y necesidades a fin de mantener la gobernabilidad.
El que se siente fuerte quiere y exige lo que no pueden darle, lo que no le corresponde o lo que no necesita. Por eso, cuando una organización civil se convierte en dominante, con frecuencia pierde los papeles y pretende ser lo que no es: ya no una organización social, sino un Estado dentro del Estado, un gobierno alterno al que ha sido democráticamente elegido.
El exceso de poder envanece, tanto, que la excandidata de Unidad Democrática a la vicepresidencia de la república, Pacha Terán, llegó a equiparar la autoridad de los presidentes de las comunidades indígenas con la del presidente de la nación.
Igual que los nazis, que para humillar y segregar a los judíos los marcaban con la estrella de David, en el último paro indígena, los envanecidos comuneros de Imbabura pasaron de marcar “sus territorios” a marcar con hollín las caras de las personas que no pertenecían a sus comunidades.
Pese a lo oprobioso de este acto, los “progres” criollos -casi todos tuertos- no se atrevieron a calificar de “fachos” a los indígenas que lo cometieron, pero si un mestizo hubiera hecho lo mismo hace rato que lo habrían lapidado.
Para la izquierda local, un indígena que se declara orgulloso de serlo es un hombre digno, pero el blanco o el mestizo que osara declarar su orgullo étnico sería un supremacista.
Ecuador no necesita una súper organización que monopolice la representación social y que, bajo el manto del victimismo histórico, esconda, ella sí, un proyecto supremacista.

Si Hobbes y Publio tienen razón, se vuelve imprescindible redefinir la estructura de fuerzas imperante en la sociedad civil ecuatoriana. La existencia de una organización social hegemónica es nociva para la salud de la democracia y la vigencia del Estado de derecho.
