Quiero ser constituyente: manual para refundadores

Quito, sábado 1 de noviembre del 2025. Inicio de la campaña a favor del Si y del No, en la Consulta Popular y Referéndum 2025. en el sector de las Naciones Unidas, ADN, movimientos sociales oposición. Fotos API/Rolando Enríquez.

René Betancourt

Quito, Ecuador

A mí también me gustaría ser constituyente. ¿Y a quién no? Sería un honor escribir el país desde cero, corregir los errores de los demás y firmar la historia con tinta indeleble. Pero no por vanidad voy a empujar una aventura refundacional que confunde la prisa con la legitimidad y el poder con la patria.

En estos días, el presidente ha sugerido que quienes se oponen a la consulta para convocar una Constituyente, pero quisieran ser constituyentes, están locos. Tal vez tenga razón: habría que estar un poco loco para creer que pensar distinto es un delito de lesa patria. Lo dijo con tono paternal y burlesco, como quien diagnostica un país de psiquiátrico. No era un análisis, sino un juicio moral. Si no aplaudes el berrinche constituyente, eres incoherente o enemigo. Esa lógica binaria, o estás con el poder o contra el país, resume la fragilidad de nuestra política. Porque sí se puede, y se debe, creer en la necesidad de cambios profundos sin rendir pleitesía al gobernante de turno.

Aplaudimos sin entender, marchamos sin rumbo y votamos sin memoria. Hoy se hace campaña por una Constituyente como si fuera un exorcismo nacional, pero muchos de quienes la promueven no han leído la Constitución vigente ni saben qué quieren cambiar. Es casi seguro que ganará el “sí”; no hace falta ser Nostradamus para saberlo.

Ecuador ha tenido más constituciones que soluciones. Veinte en menos de dos siglos: nos encanta empezar de cero, aunque nunca sepamos dónde queda el uno. Padecemos lo que podría llamarse el fetichismo de la refundación, esa fe ingenua de que los problemas estructurales se borran reescribiendo el papel. Cada gobierno, cuando se debilita, desentierra la fantasía de empezar de nuevo. Se invoca al pueblo como oráculo, se desprecian las instituciones y se promete una patria de estreno. Pero lo que se repite no es la esperanza, sino el viejo síndrome del borrón y cuenta nueva: el político que no soporta heredar problemas y prefiere jugar a fundador.

En ese libreto, el presidente Noboa ha hecho de la incertidumbre una estrategia. No dice qué Constitución quiere, solo promete contarlo si gana el “sí”. Primero el poder, después las ideas. Lo que llama “Constitución sencilla” es, en realidad, un cheque en blanco. Y en esa niebla de promesas vagas florece el viejo truco nacional: vender esperanza para gobernar sin límites.

La crisis de legitimidad y de confianza en las instituciones hace el resto. Abre la puerta a una Constituyente sin ideas, pero llena de concesiones: más castigo y menos derechos, menos ambiente y más extractivismo, menos control y más poder para el Ejecutivo. En el fondo, el problema no es jurídico, sino moral e institucional. La Constitución no es un hechizo contra el crimen ni un manual para gobernar por reflejo; es el pacto que limita el poder y garantiza que la seguridad no se vuelva autoritarismo.

“Que el pueblo decida” se ha vuelto el mantra de los iluminados. Pero el pueblo decide poco si se le ofrecen respuestas antes de hacerle preguntas. La participación deja de ser soberanía cuando se convierte en refrendo emocional. Lo sabe también el presidente, que ha hecho de la obediencia institucional una señal de debilidad y de la desobediencia una virtud patriótica. Así se construyen las autocracias modernas: no con tanques ni censura abierta, sino con urnas de ocasión y decretos líricos. Se gobierna en nombre del pueblo mientras se le roba el derecho a decidir con criterio y se lo reduce a aplaudir sin entender.

Detrás de cada proyecto constituyente late una emoción tan humana como peligrosa: la vanidad. Ese deseo de pasar a la historia, de corregir el país como quien enmienda un poema ajeno y firma con pluma prestada. Pero entre el idealismo y el protagonismo hay una frontera moral que pocos cruzan con decencia. Ser constituyente debería ser un acto de humildad colectiva, no de exhibicionismo cívico; escuchar más que posar, construir más que borrar.

A mí también me gustaría ser constituyente, si eso significara repensar el país con rigor y sin prisa, bajo reglas legítimas y con límites claros. Pero no así, no en esta función donde discrepar se trata como locura y la obediencia se aplaude como virtud. No por vanidad voy a empujar esta aventura refundacional. Porque el verdadero honor no está en escribir una nueva Constitución, sino en cumplir la que tenemos (alguna de las veinte que hemos tenido), aunque duela aprender a honrarla.

En tiempos en que el poder desprecia los límites y ridiculiza la razón, en tiempos en que todo parece legal pero poco legítimo, recordar lo que significa una Constitución es un acto de responsabilidad. Quizá sea lo único sensato que nos queda: conservar la locura de los principios frente a la cordura de los oportunos.

Porque aquí todos sueñan con refundar el país, pero nadie se atreve a gobernarlo de verdad.

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