Quito, Ecuador
“El día se arrastra aunque las tormentas impidan el sol; y así el corazón se romperá, pero vivirá roto”
Lord Byron, 1812
En El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) dos niñas, Ana e Isabel, contemplan en una sala oscura de un cinema improvisado de pueblo la proyección de Frankenstein (James Whale, 1931). El monstruo, torpe y solo, juega con María junto al lago: lanza pétalos y sonríe. Al acabarse las flores, la arroja al agua creyendo que flotará; la infante se ahoga. En el filme de Erice, más adelante, Ana descubrirá a un maqui lesionado en un granero abandonado del campo y le dejará una manzana. Él la mira en silencio, agradecido. Una madrugada la niña regresa donde dejó a su amigo y solo hallará rastros de sangre.
Ambas escenas forman un díptico: el cine como refugio —la secuencia de Frankenstein donde el monstruo, remendado de cadáveres y rechazado por todos, juega con María en ternura ingenua, para ser malinterpretado y perseguido hasta la muerte— frente a la historia como herida —el maqui, fugitivo acorralado en el campo, cosido por las balas y la derrota, convertido en «monstruo» por el régimen franquista y ejecutado sin palabras.
Estas imágenes concuerdan con la versión de Frankenstein de Guillermo del Toro (2025), donde el tema de la guerra se funde con el grabado Disparate de miedo de Francisco de Goya (1815) y la secuencia del Polo Norte. En 1857, el Ártico no era geografía, sino un cementerio de imperios, donde un desierto de hielo devoraba el orgullo británico con flotas enteras aplastadas, tripulaciones diezmadas por el escorbuto y el canibalismo, y rutas soñadas convertidas en tumbas eternas.
Así, el director mexicano convierte el hielo en un grabado goyesco viviente: la criatura avanza entre témpanos como un gigante de vestiduras raídas, con una mirada tierna que desarma la violencia, eco de Ana paralizada ante las manchas de sangre. En este sentido, el Polo Norte es la herida histórica que no cicatriza, donde el maqui y el monstruo se reúnen en un solo desamparo blanco.
Del Toro y el monstruo nacido de la guerra
Por ello, la elección del tapatío de situar su adaptación en los años inmediatamente posteriores a la Guerra de Crimea (1853-1856) no es casual. Ese conflicto —considerado el primer enfrentamiento verdaderamente moderno— dejó tras de sí un cementerio flotante de cuerpos: soldados británicos, franceses, rusos y otomanos caídos por millares, víctimas no solo de las balas, sino también del cólera, la congelación y la ineptitud de sus mandos.
En la versión del mexicano, Víctor Frankenstein (Oscar Isaac) recopila partes de esos cadáveres para dar vida a su creación. De ahí que la criatura de Del Toro (interpretada de forma virtuosa por Jacob Elordi) no surja de la nada; brota de la carne anónima de una guerra que Europa prefirió olvidar, cosida con hilo quirúrgico del ejército británico y animada por la misma soberbia que convirtió un valle crimeano en una tumba colectiva. Goya ya había denunciado gráficamente tales situaciones bélicas, en su devastadora serie de grabados Los Desastres de la Guerra (1810-1820), donde la violencia deshumanizada y el horror colectivo anticiparon, con brutal clarividencia, la monstruosidad nacida de los campos de batalla.
Desde ese punto de vista este origen bélico convertirá al engendro, nacido de la imaginación de Mary Shelley, en el “otro” absoluto. Los soldados lo contemplan y solo ven al enemigo que masacró a sus compañeros; los oficiales, por el contrario, lo perciben como la prueba irrefutable de que incluso la muerte puede ser sublevada. Víctor, su creador, sin embargo, lo reconoce como un espejo: él mismo es un mosaico de culpas, remordimientos y ambiciones rotas.
En esta dimensión, el problema del otro como monstruo se invierte por completo: no es la criatura la que aterroriza a la sociedad, sino la sociedad la que proyecta sobre ella sus propios crímenes. Precisamente por eso, en la mirada tierna del monstruo de Frankenstein, Guillermo del Toro deposita la misma inocencia que Erice otorgó a Ana en El espíritu de la colmena cuando vio al maqui antes de que lo asesinaran. En su cuerpo desgarbado reserva la misma derrota que las pinturas de Goya dedicaron a los fusilados del tres de mayo.
El romanticismo de Shelley bajo el hielo
Pero será el romanticismo del siglo XIX el que además impregne cada fotograma del filme con la sombra rebelde y atormentada de Lord Byron. Este poeta exiliado, maldito y fascinado por el abismo, había visto en la desolación cósmica el reflejo del corazón humano que declara guerras y fabrica quimeras para no enfrentarse a su propia oscuridad.
La versión de Frankenstein de 2025 bebe directamente de esa visión byroniana: el verdadero horror no habita en la criatura, sino en el creador que, como un Prometeo desafiante, busca dominio absoluto sobre la vida y la muerte. Víctor no busca redención, sino que encarna la arrogancia romántica que Shelley —testigo de aquellas veladas en la villa Diodati bajo la influencia de Byron— intentó advertir hace más de medio siglo. El hombre, en su afán por trascender los límites humanos, termina generando su propia ruina.
Simultáneamente, se debe recordar que Mary Shelley, marcada por la tragedia desde su nacimiento, se sintió siempre como un ser hecho de retazos de cadáveres: una madre muerta (Mary Wollstonecraft) al darla a luz, varios hijos arrebatados por la muerte en la cuna y un esposo, Percy Shelley, ahogado en el golfo de La Spezia. Esas experiencias de pérdida impregnaron su novela Frankenstein, donde el monstruo lee Las penas del joven Werther de Göethe y se identifica dolorosamente con su protagonista.
Guillermo del Toro respeta esa inteligencia nacida del sufrimiento: su criatura no es un bruto sin alma, sino un ser que aprende a hablar junto a un anciano ciego, reflexiona sobre fragmentos del Paraíso Perdido de Milton y confronta a su creador con la pregunta más ambigua: “Esa voluntad que me creó, ¿ahora me condena?”.
Por eso esta película es la adaptación más fiel al espíritu del libro: devuelve al monstruo su voz, su memoria y su inmensa capacidad de sufrir, convirtiendo al personaje encarnado por Jacob Elordi en el más humano de toda la historia. Una versión que honra la vida de Shelley, el estilo gótico original y la profundidad emocional del clásico de 1818.
Para Del Toro, la humanidad, entonces, no residirá en el latido del monstruo sino en su capacidad de hacerse preguntas. Cuando la criatura persigue a Víctor, moribundo, en el Polo Norte, no lo hace por venganza; lo hace porque necesita respuestas. Una de las escenas más impactantes —la pequeña silueta del engendro en un desierto de hielo que bien pudo haber sido un grabado de Goya— condensa el todo: la conciencia del creador y su criatura, el imperio y sus víctimas, el romanticismo y su ruina. El monstruo se aleja de Víctor y se queda solo, mirando el horizonte blanco. No hay persecución con antorchas ni aldea en llamas; solo silencio y la certeza de que la verdadera monstruosidad fue haber sido abandonado.
La película del mexicano cierra el díptico abierto por Erice: donde Ana encontró sangre en el granero, el monstruo encuentra redención en el Ártico; donde el maqui fue ejecutado sin palabras, la criatura elige el habla como su última dignidad.

Entre ambas heridas —la de la España franquista y la del Imperio británico— late la misma pregunta que Mary Shelley dejó latente en 1818: ¿quién es realmente el monstruo y quién el hombre? Del Toro no responde; simplemente nos deja, como Erice a Ana frente a la ventana, al monstruo mirando al alba, esperando que algo —un espíritu, un amigo o quizás un perdón— aparezca en el ocaso.
