Quito, Ecuador
Amaneció sobre el Palacio como despiertan los bares después del último trago. Sillas mal puestas, vasos sin dueño y un silencio que duele. La resaca no es del país. Es del gobierno. De los ministros que juraban que el Sí era imbatible. De quienes confundieron popularidad con permiso y propaganda con destino. Esa resaca tiene un solo nombre: 16 de noviembre.
El país votó con una serenidad que descolocó al oficialismo. Cuatro veces No, sin titubeos. No a las bases extranjeras. No al recorte de la política. No a la Constituyente que se vendía como cura universal. Y no, sobre todo, a la idea de que el presidente podía pedir un cheque en blanco sin explicar para qué quería firmarlo. El escrutinio completo terminó de sellar el mensaje: no hay margen para el atajo ni para la épica fácil.
Esta derrota no cae del cielo. Es la consecuencia de un gobierno que convocó a las urnas en el peor momento de su temporada. Lo hizo después de eliminar el subsidio al diésel, con un paro que dejó muertos, heridos y cuentas congeladas a líderes sociales. Lo hizo con hospitales vacíos, con farmacias públicas desabastecidas, con explosiones en Guayaquil y masacres carcelarias que se multiplicaban como si la tragedia hubiera aprendido a reproducirse sola. Lo hizo cuando la retórica bélica se había vuelto un eco cansado.
La campaña del Sí fue un catálogo de contradicciones. Hubo días en que la base militar iba a estar en las Galápagos. Otros en que no era base sino “cooperación”. Otros en que no se hablaba del tema porque quemaba. El voluntarismo mal disfrazado quedó expuesto cuando se insinuó que la Constitución podía escribirse con inteligencia artificial. La política no perdona el ridículo. El elector tampoco.
Lo más grave no fueron los errores, sino la soberbia. La idea de que el país vota como quien firma un pagaré eterno. Como si el respaldo de abril fuera un título de propiedad. El gobierno creyó que bastaba cabalgar por la costa con funcionarios estadounidenses, exhibir delincuentes capturados o repartir bonos en campaña para que el país aceptara otra Cruzada Constitucional. Pero el electorado volvió con una respuesta humilde y feroz: no somos extras en su película.
El gabinete pagó primero la resaca. La recomposición fue una especie de ruleta girada con sueño. Siete cambios, casi todas rotaciones internas. Los mismos nombres, los mismos gestos, las mismas torpezas en otros despachos. Ni renovación ni estrategia. Solo movimiento. El Ministerio de Gobierno, que ya parecía una silla eléctrica, volvió a cambiar de dueño. Salud terminó en manos de la vicepresidenta porque no quedaba quién se atreviera a entrar a ese incendio. Agricultura recibió a un exministro reciclado. Trabajo cayó en manos de un funcionario que venía de un ministerio diferente. El péndulo no transmite orden. Transmite desgaste.
La resaca también redefinió el mapa político. Los movimientos indígenas, los gremios y las organizaciones sociales salieron fortalecidos. Los alcaldes y prefectos, ignorados por meses, descubrieron que su poder estaba intacto. La Corte Constitucional dejó de ser blanco retórico y volvió a ser árbitro real. La Asamblea ya no actúa como caja de resonancia del Ejecutivo, sino como poder autónomo con sus propios intereses. Y el oficialismo, que antes hablaba como mayoría segura, hoy camina con voz más baja.
Pero la resaca más profunda no es la de los números. Es la del relato. La consulta dejó al desnudo que el gobierno perdió el monopolio de la conversación pública. Ya no fija el ritmo. Ya no decide de qué habla el país. La ciudadanía votó para recordarle al poder que no se gobierna con gestos ni con marketing, sino con resultados. Exigió un rumbo y no una puesta en escena.
Lo que viene después
El gobierno se enfrenta ahora a la mañana siguiente. El punto en que ya no se puede culpar al DJ ni a la iluminación. Ecuador exige gobernabilidad y resultados. No quiere más plebiscitos. No quiere otra guerra semántica. No quiere un presidente que ensaye nuevas épicas cuando la gente no tiene medicinas ni transporte estable ni seguridad mínima.
Lo que viene exige algo que el gobierno aún no demuestra: capacidad de negociación y humildad para corregir. Debe recomponer puentes con la Asamblea, abandonar la idea de que la Corte es un adversario, hablar con municipios y prefecturas que dejó fuera del tablero, escuchar a movimientos indígenas y sindicatos que demostraron fuerza electoral. Si insiste en la confrontación, la resaca será permanente.
El mandatario aún tiene tiempo, pero ya no tiene margen. Si no reconstruye su equipo, si no ordena su gabinete, si no define prioridades claras, el resto del periodo será un largo amanecer sin café, con las luces prendidas y el eco incómodo de una fiesta que terminó demasiado pronto.

Por ahora, el poder se mira al espejo. La resaca es suya. Y la ciudadanía, que ya se levantó y salió a la calle, no piensa esperarlo.
