Crowe redime la nueva adaptación de los Juicios de Núremberg

Fotograma de Núremberg (Vanderbilt, 2025).

Jorge Esteban Ponce Tarré

Quito, Ecuador

«La única pista de lo que el hombre puede hacer es lo que el hombre ha hecho»  

RG Collinwood

Mientras Guillermo del Toro ha educado al público para empatizar con sus criaturas fantásticas, la historia insiste en recordar que los verdaderos monstruos tienen rostro humano y, con frecuencia, uniforme. Ochenta años después de los Juicios de Núremberg (1945-1946)—momento fundacional en que la humanidad se atrevió por primera vez a juzgar sus propios crímenes y a erigirlos en precedente del derecho internacional—, llega Núremberg (2025), largometraje dirigido por James Vanderbilt, con la pretensión de conmemorarlos y lanzar una advertencia contemporánea.

Lo que ofrece el director en esta nueva versión es una película partida en dos: la primera mitad se disfraza de un blockbuster Marvel, con montaje frenético, música épica y diálogos de tráiler; la segunda, impulsada por la gravitas contenida de Michael Shannon como el fiscal jefe Robert H. Jackson, se adentra por fin en el retrato psicológico de Hermann Göring (interpretado por Russell Crowe) y en la trascendencia moral y jurídica del proceso. Así, Crowe, recreando a un Göring colosal, cínico y perturbador, consigue que ambas mitades no se desmoronen y que, al menos durante la segunda parte, la película roce la grandeza trágica que merecía desde el primer fotograma.

Los procesos de Núremberg sentaron un precedente esencial para el derecho al juzgar por primera vez crímenes de guerra, crímenes contra la paz y crímenes contra la humanidad. Como presagió el propio fiscal Jackson: “Las guerras ya no son locales; todas las guerras modernas se convierten, tarde o temprano, en guerras mundiales”. Esta frase cobra hoy una vigencia inquietante y justifica la urgencia de recordar Núremberg como el momento en que la humanidad intentó poner un alto a ese círculo de violencia.

Sin embargo, el filme omite un dato histórico clave: la participación decisiva de la Unión Soviética, una de las cuatro potencias aliadas que creó el Tribunal; de ahí que su ausencia refuerze una visión parcial y occidentalizada de los procesos.

Espectáculo versus sobriedad

A diferencia de Los Juicios de Núremberg (1961) de Stanley Kramer —obra sobria, en blanco y negro, centrada en el juicio a los dirigentes nazis y con un tono casi documental que respeta el silencio y el peso moral de la sala— y de la miniserie Núremberg (2000) —una fiel reconstrucción cronológica, casi procesal, con Alec Baldwin como Jackson y de enfoque didáctico—, la película de Vanderbilt opta por convertir la primera parte del relato en un espectáculo visual de montaje rápido, música orquestal y planos heroicos (propios del cine de superhéroes), traicionando la gravedad argumental que ambas versiones anteriores supieron preservar.

A pesar de su tratamiento superficial inicial, el largometraje por fin alcanza su tono serio y acusador en la segunda mitad, donde la dinámica más poderosa se desarrolla en las entrevistas carcelarias entre el psicólogo Douglas M. Kelley (Rami Malek) y un Göring fascinante. Este monstruo carismático, cínico y escénico recuerda que el mal, cuando es grande, rara vez resulta aburrido o meramente burocrático. Por su parte Kelley, obsesionado con comprender cómo hombres aparentemente cultos y racionales pudieron orquestar el Holocausto, establece una inquietante conexión entre el narcisismo patológico de Göring y los líderes populistas contemporáneos.

Desde ahí, la tensión dramática se centra en las entrevistas en prisión. Kelley vive obsesionado con evitar que Göring y otros acusados se suiciden antes del veredicto, un temor que acabará cumpliéndose. De todas formas, su diagnóstico es arrollador: Göring es un narcisista patológico de inteligencia brillante, carisma hipnótico y empatía nula, pero clínicamente cuerdo. Frente a la banalidad del mal que Hannah Arendt identificó en el gris burócrata Eichmann, aquí el mal se muestra grandioso y teatral; el retrato de este arquetipo constituye el aporte más valioso del guion.

Una conexión actual

A través de sus diálogos, el filme sugiere que los discursos de odio, la manipulación carismática y la ausencia de empatía no son reliquias del pasado, sino patrones que se repiten hoy en día con nuevas vestiduras y banderas. Mientras Guillermo del Toro ha enseñado al público a apiadarse de sus seres imaginarios, este filme insiste en apuntar que los verdaderos monstruos surgen del odio humano. Así, la cinta del realizador (responsable del guion de Zodiac) establece una conexión directa e inquietante entre el autoritarismo de aquella época y la polarización política actual. Este hilo argumental encontrará su clímax durante el juicio cuando las imágenes reales de los campos —cuerpos apilados, hornos crematorios, sobrevivientes esqueléticos— irrumpen en la sala provocando un silencio sepulcral que devuelve a la película su dignidad fatal.

En definitiva, la propuesta de Vanderbilt se presenta como una obra fraccionada en su tono y calidad, que sacrifica la sobriedad documental de versiones previas por un estilo inicial cercano al blockbuster. Con todo, la obra consigue redimirse en su segunda parte gracias a la fuerza contenida de Michael Shannon y, sobre todo, a la formidable y seductora interpretación de Russell Crowe.

Es en el retrato psicológico de Göring, confrontado con el psicólogo Douglas M. Kelley donde el filme halla su trascendencia al proponer una conexión entre el narcisismo patológico nazi y la polarización contemporánea. De tal manera, la cinta ofrece un aporte que justifica la urgencia de recordar Núremberg como el hito que intentó poner freno jurídico a la espiral del odio humano.

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