Quito, Ecuador
Entre 2024 y 2025, Ecuador ha evolucionado hacia un entorno de seguridad de creciente complejidad, en el que la violencia organizada se ha consolidado como un componente estructural. Esta dinámica ha dejado de ser un fenómeno coyuntural o estrictamente criminal para configurarse como un problema de alcance nacional y regional, con efectos directos sobre la gobernabilidad y la vida cotidiana de la población.
En este contexto, el país ya no se inscribe en la lógica de un conflicto armado interno clásico, sino que ha ingresado en la categoría de conflictos complejos de alta intensidad. Este escenario no emerge de forma súbita, sino que se inserta en una tendencia progresiva iniciada alrededor de 2021, caracterizada por una fase de escalamiento estructural entre 2021 y 2025, un agravamiento crítico concentrado entre 2023 y 2025 y una consolidación del conflicto complejo de alta intensidad claramente identificable en el período 2024–2025.
La transformación del entorno de seguridad ecuatoriano ha sido documentada por mediciones internacionales comparadas, entre las que destaca el Índice de Conflictos de ACLED, instrumento que evalúa la intensidad de la violencia política a partir de indicadores como letalidad, violencia dirigida contra civiles, fragmentación de actores armados y difusión geográfica del conflicto.
La ubicación de Ecuador entre los escenarios más severos del mundo no responde a una anomalía estadística ni a un episodio excepcional, sino a la convergencia sostenida de estos factores, que evidencian una mutación profunda del fenómeno de la violencia en el país. La escalada de la letalidad confirma que el homicidio ha dejado de ser un efecto colateral del delito para convertirse en un instrumento estratégico de control territorial, coerción social y resolución violenta de disputas entre organizaciones criminales.
La violencia dirigida contra civiles constituye uno de los rasgos más críticos del caso ecuatoriano. Los datos disponibles muestran un patrón sistemático de victimización, en el que la población se convierte en objetivo directo de extorsiones, asesinatos selectivos y ataques indiscriminados.
Este uso deliberado del terror como mecanismo de dominación erosiona de manera progresiva el contrato social y debilita la legitimidad del Estado como garante de seguridad. La vida cotidiana de amplios sectores urbanos y periféricos se ve condicionada por la presencia de estructuras criminales que ejercen control efectivo sobre territorios específicos, imponiendo reglas, sanciones y formas de coerción paralelas a las institucionales.
La fragmentación extrema de los actores armados profundiza la complejidad del conflicto. La coexistencia de múltiples grupos criminales activos genera un entorno altamente volátil, caracterizado por disputas permanentes, alianzas inestables y una escalada constante de violencia. Esta fragmentación reduce significativamente la capacidad estatal para implementar estrategias uniformes de contención y dificulta cualquier intento de desarticulación centralizada.
En lugar de enfrentar a un adversario claramente identificado, las instituciones de seguridad deben responder a una constelación de organizaciones que mutan y se reconfiguran con rapidez, incrementando la incertidumbre operativa y estratégica.
La expansión geográfica de la violencia confirma que el conflicto ha superado los límites de determinados núcleos urbanos para extenderse a corredores logísticos, zonas rurales y espacios fronterizos. Esta expansión territorial evidencia un alcance nacional de la violencia organizada y su articulación con dinámicas transnacionales vinculadas al narcotráfico y otras economías ilícitas.
La posición geoestratégica de Ecuador ha favorecido su inserción en redes criminales regionales, intensificando la presión sobre el sistema de seguridad y amplificando los impactos del conflicto más allá de sus fronteras.
Desde una perspectiva estratégica, este escenario genera riesgos acumulativos para el Estado, entre ellos la pérdida progresiva del control territorial, la normalización social de la violencia, la captura criminal de economías locales y la erosión de la legitimidad institucional. Estos riesgos se refuerzan mutuamente y configuran un cuadro de permacrisis que amenaza la gobernabilidad democrática y la cohesión social. Frente a ello, las respuestas exclusivamente reactivas resultan insuficientes.
El conflicto que enfrenta Ecuador exige una reconceptualización integral de la seguridad, orientada a la protección de la población civil, la recuperación sostenida del territorio y la prevención de la reproducción de la violencia.

En síntesis, el caso ecuatoriano constituye un ejemplo claro de cómo la violencia criminal puede evolucionar hacia formas de conflicto no convencional de alta intensidad. El diagnóstico internacional advierte sobre los riesgos de la inacción o de respuestas fragmentadas y subraya la necesidad de estrategias integrales, sostenidas y basadas en inteligencia, prevención y control territorial efectivo para evitar que la violencia se consolide como un componente permanente de la realidad política y social del país.
