Quito, Ecuador
Hay crisis que se miden en cifras y otras que se miden en cuerpos. La crisis sanitaria y de seguridad social que atraviesa el Ecuador pertenece, peligrosamente, a la segunda categoría.
Desde hace dos años, los problemas del sistema público de salud y del IESS se han agravado sin disimulo, hasta el punto de que llamarlos coyunturales suena más a coartada que a diagnóstico. Impagos sistemáticos, desabastecimiento crónico de medicamentos, fallas tecnológicas, compras de emergencia fallidas y una rotación constante de autoridades han erosionado cualquier posibilidad de continuidad.
El resultado es concreto: personas que no reciben diálisis, cirugías que se postergan sin fecha y familias obligadas a pagar de su bolsillo lo que el Estado debería garantizar.
Cuando un paciente renal recibe una sola sesión de diálisis por semana, en lugar de las tres necesarias para sobrevivir, no hay tecnicismo administrativo que valga. Hay una omisión grave del deber estatal. Y cuando en hospitales públicos faltan antibióticos, anticoagulantes o insulina, y las recetas se convierten en listas de mercado, el sistema deja de ser público en la práctica, aunque siga siéndolo en el discurso.
El sistema que funciona a crédito
En este deterioro hay un actor que el Estado ha preferido mantener en penumbra: los prestadores externos de salud. Clínicas, hospitales privados y unidades de diálisis que sostienen, a crédito y en silencio, una parte esencial del sistema, mientras el IESS y el Ministerio de Salud acumulan deudas, retrasos y explicaciones tardías.
Conviene decirlo sin rodeos. Sin prestadores externos, el sistema de salud ecuatoriano no funciona. No son un complemento marginal. Son quienes absorben buena parte de la atención especializada, las cirugías, los diagnósticos y los tratamientos de diálisis. Y aun así han sido empujados durante años a operar sin pagos oportunos, sin auditorías regulares y sin un cronograma financiero mínimamente creíble.
Endeudamiento como política pública
Por eso la deuda del IESS con los prestadores externos, que ya rebasa los mil millones de dólares, no es un accidente. Es el resultado de años sin auditorías, sin planificación financiera y con una habilidad persistente para esquivar las decisiones difíciles.
El acuerdo de pagos anunciado en diciembre de 2025 alivió momentáneamente la presión, pero dejó intacto el problema de fondo: un modelo que sobrevive aplazando compromisos y trasladando el costo a quienes menos margen tienen para resistirlo.
Esa deuda tiene consecuencias directas: personal médico que no cobra, proveedores que dejan de despachar insumos, equipos que no se renuevan y servicios que, tarde o temprano, se suspenden. Cuando los prestadores anunciaron que dejarían de atender desde el 1 de diciembre de 2025, no estaban chantajeando al sistema. Estaban señalando un límite que el propio Estado se negó a reconocer durante demasiado tiempo.
Gobernar el IESS en modo urgencia
A esta fragilidad se sumó, hasta hace poco, una conducción que terminó de exhibir el problema. Edgar Lama dejó la presidencia del Consejo Directivo del IESS en noviembre de 2025, no tras encauzar la crisis, sino en pleno colapso hospitalario. Su salida no cerró una etapa. La dejó al descubierto.
Se fue tras denuncias por pagos preferentes a clínicas vinculadas a su entorno familiar y luego de impulsar, con voto dirimente y un Consejo Directivo incompleto, una contratación de emergencia por 40 millones para una plataforma tecnológica con CNT y la startup HealthBird, en un sistema incapaz de garantizar antibióticos básicos. No fue un desliz aislado, sino una forma de gobernar la crisis: concentrar decisiones, acelerar contratos y pedir paciencia a quienes ya no la tienen.
A ello se suman cuestionamientos sobre el cumplimiento de los requisitos legales para ocupar el cargo y glosas determinadas por la Contraloría contra empresas vinculadas a su entorno familiar, en un contexto de impagos generalizados. En una institución que administra los aportes de más de tres millones de afiliados, la sola sospecha de conflicto de intereses pulveriza cualquier discurso de austeridad o sacrificio compartido.
La cercanía de Lama con el Ejecutivo terminó de sellar la impresión de un IESS cada vez menos autónomo y más funcional al poder de turno, justo cuando la seguridad social exigía conducción técnica, transparencia y responsabilidad.
Qué tendría que cambiar (si se quisiera cambiar)
El impacto humano de esta combinación es inmediato: tratamientos perdidos, pacientes que compran insumos para poder ser atendidos y afiliados que deambulan entre la red pública y la privada sin que nadie asuma plenamente la responsabilidad. Cada pago atrasado no es solo una deuda contable. Es tiempo que no vuelve.
La respuesta institucional ha sido tardía y fragmentada. El juicio político al exministro de Salud, la reconfiguración del Gabinete y las auditorías anunciadas para 2026 llegan cuando el daño ya está hecho. El control posterior no reemplaza a la gestión responsable.
Pero una crítica que no apunta a una salida termina siendo parte del ruido. La pregunta ya no es solo cómo llegamos hasta aquí, sino qué tendría que cambiar para no repetir el colapso con otros nombres y los mismos pacientes.
Lo primero: reconocer que el sistema no funciona sin prestadores externos y tratarlos como lo que son, con reglas claras, pagos predecibles y auditorías que funcionen antes, no después del desastre. El segundo es asumir que la crisis del IESS no es solo financiera, sino de gobernanza. Sin autoridades idóneas, independencia real del poder político y controles efectivos, ningún desembolso resolverá el problema. El tercero es abandonar la lógica de la emergencia permanente, porque un sistema que vive en crisis termina normalizando la excepción.
Y, finalmente, hay una decisión política que no se puede seguir esquivando: definir si la seguridad social es un derecho que se garantiza o un servicio que se raciona según caja, coyuntura y paciencia social. No hay app, algoritmo ni contratación tecnológica que sustituya esa definición.

Cambiar de rumbo no exige milagros, sino responsabilidad política para asumir costos y romper inercias. Mientras eso no ocurra, la salud seguirá funcionando como una lotería administrada desde el poder, donde el Estado cobra la apuesta y los afiliados pagan el premio con su propio cuerpo.
