Borges, el crítico de cine que se apagó hace 30 años

Jorge Luis Borges. Foto de Archivo.

Quito.- Hace treinta años se apagó una de las mentes más brillantes y genuinas de los últimos 195.000 años de evolución humana. Jorge Luis Borges, considerado el escritor más grande del castellano después de Cervantes y uno de los referentes ineludibles de la literatura universal en todas las lenguas, murió un día como hoy, a sus 86 años, en Ginebra.

Ha corrido mucha agua bajo el puente desde ese lejano día. Con su muerte, la presencia de Borges en el mundo no sólo aumentó sino que se volvió -para horror suyo- en indispensable. Así debe ser la inmortalidad, como «una pálida ceniza vaga/ que se parece al sueño y al olvido».

La República.EC cumple con su tarea moral e irremediable de rendir tributo a ese genio de la palabra, que hizo de la lengua que todavía nos comunica un espacio prístino, libre, repleto de laberintos y espejos, en la que todos habitamos con dignidad y espanto antes de salir sin esperanzas ni temor, como Juan Dahlman, a la llanura.

Es por eso que reproducimos la reseña de cine que el maestro Borges realizó de la película ‘Citizen Kane’ (1941) de Orson Welles, considerada una obra maestra de la historia del cine. Se trata, posiblemente, de la única crítica de cine que publicó. Con los años, el escritor argentino se quedó ciego y nunca más vio las obras del séptimo arte que amó o que hubiese amado. Sin embargo, dominó la capacidad de crear imágenes por medio del lenguaje: «Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es». Que sea la palabra del poeta y cuentista la que nos ofrezca una noción clara de su inteligencia y capacidad expresiva. (I)

‘Citizen Kane’ 

Por Jorge Luis Borges

Citizen Kane (cuyo nombre en la República Argentina es El Ciudadano) tiene por lo menos dos argumentos. El primero, de una imbecilidad casi banal, quiere sobornar el aplauso de los muy distraídos. Es formulable así: un vano millonario acumula estatuas, huertos, palacios, piletas de natación, diamantes, vehículos, bibliotecas, hombres y mujeres; a semejanza de un coleccionista anterior (cuyas observaciones es tradicional atribuir al Espíritu Santo) descubre que esas misceláneas y plétoras son vanidad de vanidades y todo vanidad, en el instante de la muerte, anhela un solo objeto del universo ¡un trineo debidamente pobre con el que en su niñez ha jugado!

El segundo es muy superior. Une al recuerdo de Koheleth el de otro nihilista: Franz Kafka. El tema (a la vez metafísico y policial, a la vez psicológico y alegórico) es la investigación del alma secreta de un hombre, a través de las obras que ha construido, de las palabras que ha pronunciado, de los muchos destinos que ha roto. El procedimiento es el de Joseph Conrad en Chance (1914) y el del hermoso film The Power and the Glory: la rapsodia de escenas heterogéneas, sin orden cronológico. Abrumadoramente, infinitamente, Orson Welles exhibe fragmentos de la vida del hombre Charles Foster Kane y nos invita a combinarlos y a reconstruirlo.

Las formas de la multiplicidad, de la inconexión, abundan en el film: las primeras escenas registran los tesoros acumulados por Foster Kane; en una de las últimas, una pobre mujer lujosa y doliente juega en el suelo de un palacio que es también un museo, con un rompecabezas enorme. Al final comprendemos que los fragmentos no están regidos por una secreta unidad: el aborrecido Charles Foster Kane es un simulacro, un caos de apariencias (corolario posible, ya previsto por David Hume, por Ernst Mach y por nuestro Macedonio Fernández: ningún hombre sabe quién es, ningún hombre es alguien). En uno de los cuentos de Chesterton – The Head of Caesar, creo -, el héroe observa que nada es tan aterrador como un laberinto sin centro. Este film es exactamente ese laberinto.

Todos sabemos que una fiesta, un palacio, una gran empresa, un almuerzo de escritores o periodistas, un ambiente cordial de franca y espontánea camaradería, son esencialmente horrorosos; Citizen Kane es el primer film que los muestra con alguna conciencia de esa verdad.

La ejecución es digna, en general, del vasto argumento. Hay fotografías de admirable profundidad, fotografías cuyos últimos planos (como las telas de los prerrafaelistas) no son menos precisos y puntuales que los primeros.

Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como «perduran» ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial: en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra.

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