El Festival de Viña, «La dolce vita» andina frente al Pacífico

El cantante guatemalteco Ricardo Arjona se presenta en el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar hoy, lunes 23 de febrero de 2015, en Viña del Mar (Chile). El certamen musical tiene lugar entre el 22 y el 27 de febrero. EFE/Felipe Trueba

Viña del Mar (Chile), 23 feb (EFE).- «¡Taxi, taxi!», «¿Hotel, chiquillos?, ¿buscan hotel?». El pequeño terminal de autobuses del balneario chileno de Viña del Mar está a rebosar entre los veraneantes que regresan a Santiago y los que llegan sombrilla al hombro.

Uno ciertamente se imagina una entrada más «glamourosa» para la cobertura de un certamen musical tan añejo como el Festival Internacional de la Canción Viña del Mar, algo parecido aunque sea lejanamente a lo que a esa misma hora se puede ver frente al teatro Kodak de Hollywood.

El hotel de alojamiento tiene por lo menos los mismos años que el concurso musical, que acaba de inaugurar su 56 edición. Las puertas de cristal tintadas dan acceso a un interior de color caoba con palmeras de plástico junto a un mostrador de madera prensada. Entran ganas de tomarse un Cinzano, un Martini o cualquier cosa con sabor a anuncio de los años 70.

El ambiente es una añoranza de Cannes, pero en chanclas, una Cote d’Azur andina frente a las gélidas aguas del Pacífico, una especie de «dolce vita» deslavada para un festival antaño glorioso.

El Sheraton Miramar, donde tienen lugar las conferencias de los artistas que pasarán por el certamen, es un lujo que rompe la línea costera entre Viña del Mar y Valparaíso.

Justo al lado del edificio, los bañistas menos interesados en cantantes de limitado renombre internacional se agolpan en una pequeña cala bajo un sol de justicia.

Ante las puertas del hotel, cientos de personas pegan la cara a las vallas custodiadas por personal de seguridad con gafas de sol y poca costumbre de llevar traje y pinganillo en el oído. Cuando aparece un artista se oye el griterío de alguna que otra fan incondicional. El resto son curiosos de paso que hacen bulto.

La retirada de las acreditaciones se torna complicada. Los informadores de las agencias internacionales se rifan un solo pase entre el camarógrafo, el redactor y el fotógrafo. Tampoco es que haya muchos, pero los cupos son limitados. Pesa más la farándula. Tampoco los «paparazzi» son los reporteros del amor que retrató Fellini en «La dolce vita».

La rueda de prensa del grupo mexicano Reik empieza con una hora de retraso por problemas de sonido. Y entonces se escuchan preguntas como si «hacen dieta para verse tan estupendos» o si «pasaron miedo en el terremoto de 2010», cuando también actuaron en Viña. No, no lo pasaron, porque ya estaban de vuelta en casa.

En un pequeño puesto de una céntrica plaza de la ciudad se pueden comprar las pocas entradas aún disponibles en un festival que registra lleno absoluto día tras día.

Al grito de «¿Qué necesita, compadre?», los revendedores rodean a los despistados fans antes de que estos lleguen a la ventanilla para endosarles «las últimas entradas» a precios que oscilan entre los 50 y los 150 euros.

Ya es noche cerrada cuando una riada de gente serpentea por las calles aledañas al recinto de la Quinta Vergara, un auditorio de cemento al aire libre que alberga los conciertos -dos por noche- y actuaciones del festival.

La venta ambulante es gritona y diversa. Desde palos para las «selfis» hasta hamburguesas caseras de soja. No faltan los cintillos, gorritos y corbatas con la imagen del artista de turno.

Atrás quedaron las canciones de Julio Iglesias y Raphael. Ahora son las baladas de Luis Fonsi y el reggaeton de Yandel las que abren un festival que sobrevive de sus glorias pasadas. EFE

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