Eclipse de Dios

Por Joaquín Hernández Alvarado

La expresión «eclipse de Dios» utilizada por el papa Benedicto XVI en su reciente viaje a España tiene múltiples referentes culturales y, por lo mismo, muchas lecturas. El más conocido es el de Nietzsche con la famosa formulación «Dios ha muerto», que tantas confusiones ha traído. Como buen filósofo heredero del legado kantiano, Nietzsche sabía que, estrictamente hablando, Dios no puede morir. Y su expresión estaba dirigida no a establecer una polémica sin sentido con los creyentes, sino a mostrar un proceso, el de la Modernidad occidental que comenzaba a globalizarse, instaurando el relativismo de todos los valores al colocarlos en una supuesta igualdad de condiciones. Por supuesto, este proceso, como Heidegger insistió, está más allá de las decisiones de los individuos aislados que tienen que organizarse de acuerdo a las exigencias de la racionalidad tecnológico-científica. El resultado de este proceso podría ser, en clave contemporánea y para calmar posibles furores apologéticos de cualquier bando, una frase de la novela 1Q84, del escritor japonés Haruki Murakami: «Además, al fin y al cabo, el mundo en que vivo se parece a un enorme piso piloto. Entro, tomo asiento, bebo té, contemplo el paisaje por la ventana y, llegado el momento, doy las gracias y me voy».

Martin Buber, el teólogo judío, sí habló expresamente del «eclipse de Dios». No pertenece al clima del eclipse afirmar o negar la existencia de aquello que estaría velado. «He tenido la experiencia de que no necesito la hipótesis Dios para orientarme en el mundo», le comentó a Buber en Jena un obrero que había pedido reunirse con el teólogo. Buber no se enredó ingenuamente con su interlocutor en una inútil polémica. Analizó sus supuestas certezas que volvían a Dios innecesario. Al final, el interlocutor aceptó que sus argumentos no justificaban su posición. Pero Buber quedó insatisfecho. Buscaba algo más: no ganar racionalmente, sino preparar un diálogo con alguien a quien se podría reconocer como «Tú».

Ignacio Ellacuría, jesuita, filósofo, rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de El Salvador, fue asesinado una madrugada de noviembre del año 1989 junto a otros compañeros de la orden, la empleada doméstica y su hija adolescente que habían buscado refugio en la casa de los sacerdotes durante la ofensiva sobre la capital salvadoreña en plena guerra civil. Ellacuría gustaba de repetir las palabras del escritor francés Albert Camus en su discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura: «No ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren». Por ello dejó la seguridad de Europa adonde acababa de recibir un premio por los aportes de su pensamiento y regresó a El Salvador en plenos combates a intentar una mediación que se impondría inevitablemente pocos años más tarde. Ellacuría asumió la difícil conciliación entre justicia y solidaridad. Seguramente en su retorno pesó más la «caritas», el amor, más que la cólera por las reivindicaciones que termina haciendo juego al poder.

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