Música del Islam

Por Bernardo Tobar Carrión

Cerca del amanecer, rompe el silencio un canto a capela; ¿alabanza, plegaria, grito transformado en hondo cante, en cante jondo? Sea lo que fuere, tiene dos cualidades que rara vez se juntan: agita y tranquiliza. Porque habría que estar mermado de facultades -vacunado con líquido de frenos, como se dice en el argot de los piñones- para no sentir la velocidad con que se activan reminiscencias intemporales, memorias ancestrales, o el simple, y por ello más profundo, goce estético, ese camino alfombrado de armonías que nos lleva a la quietud. Es una voz que resuena en el horizonte, ese límite difuminado que se busca siempre fuera de uno, con los ojos, sin saber que el eco viene de adentro, de ese pozo interior que poco miramos y nada entendemos, porque lo buscamos con la mente, que solo sabe lo racional.

Cuatro veces más, se repite durante el día este canto al aire, este toque al alma. Al aire, porque en la limitada dimensión de lo real, sale de un minarete y se lo lleva el viento; al alma, porque en el infinito espacio de las percepciones, de las emociones, de las especias inasibles que sazonan los momentos, dándoles el punto y el sabor que los hace inolvidables en el registro del sinsentido, es el alma la que los esconde; y nos deja sin saberlo dónde, si nos halla desprevenidos, sin la concentración que solo aporta la visión contemplativa, la que se ejerce sin ninguna utilidad aparente que no sea estar, ser, dejarse deslumbrar.

Canto de minarete de una Turquía enclavada en el eje al que confluyen todas las culturas del orbe, en los territorios disputados por las civilizaciones fundacionales, que sigue los mismos registros y claves que el palo esencial del flamenco, que luego de siglos de dominación árabe, se infiltró en las venas del Guadalquivir andaluz y alimentó las aguas que bañan nuestras tierras andinas.

Cinco veces cada día, aunque la primera es ya suficiente para crear la nostalgia, preguntarse el porqué, entender que no se entenderá. Y cada una de las cinco veces se multiplica por decenas, centenas de voces que salen de cada mezquita sin competir, haciéndose coro, sucediéndose en incomprensible orden y en armonía sinfónica de inverosímil sincronía, de cuadra a cuadra, comunidad a comunidad, en esa sociedad en la que todo es caótico y sin brújula excepto la invariable puntualidad mística de los fieles y su masiva e irreductible orientación hacia la Mecca. Hoy, más radical que nunca, mientras muchos católicos, así bautizados, cada vez conocen menos a su Padre y a su Madre y han reducido su fe a un acto social del domingo.

Admiré así el canto del islam, con cierta envidia como católico; recordé cuánta sangre derramada en el combate entre dos hermanos en la búsqueda del mismo Padre, como si disputaran su herencia antes que la filiación. ¡Cuánta resistencia a entender la música del otro! Pensé que la ignorancia es la madre viciosa de la violencia, que concibió en noche oscura y promiscua su hija predilecta, la intolerante.

Más relacionadas