Civilización y ley

Por Hernán Pérez Loose
Guayaquil, Ecuador

En agosto de 1991, cuando aún regía la Constitución de 1978, un grupo de diputados denunció al vicepresidente de la República ante la Corte Suprema la supuesta comisión de infracciones penales. El 17 de octubre de ese año la corte, a través de su presidencia, dispuso el archivo de la denuncia, pues, “de acuerdo con el derecho constitucional ecuatoriano y la doctrina legal más conocida, el juzgamiento político por parte del Congreso Nacional del presidente y vicepresidente de la República, constituye un presupuesto indispensable o una cuestión de previa resolución para que el presidente de la Corte Suprema de Justicia pueda iniciar el proceso judicial penal en contra de los dos funcionarios públicos antes mencionados”.

Años más tarde otro vicepresidente, otros diputados, otro contexto político, pero la misma Constitución arrojaron un resultado opuesto. ¿Cómo explicar que quienes aplaudieron la decisión de la Corte Suprema en 1991 hoy critican al exjuez Ulloa por haber declarado nulo el juicio penal contra Dahik precisamente por la falta de autorización parlamentaria?

La decisión de la Corte Suprema de 1991 se encuadró no solo en el texto de la Constitución de 1978 sino en la tradición jurisprudencial ecuatoriana que desde 1897 venía sosteniendo la misma posición. Es más, este no es un invento ecuatoriano. No hay sistema constitucional moderno que permita que altos magistrados como un vicepresidente sean encausados penalmente a espaldas del órgano parlamentario.

Nos guste o no esa es la regla. La razón para ella radica en la defensa de la institucionalidad democrática y el equilibrio de poderes. En Francia, por ejemplo, en el evento de un encausamiento penal a un jefe de Estado el proceso se suspende hasta que concluya su mandato, tal como le pasó al expresidente Jacques Chirac.

El caso del expresidente Bucaram no fue ciertamente igual al del exvicepresidente Dahik. Fue peor aún. Bucaram, como se sabe, fue despojado de su alta investidura por un golpe de Estado, y su encausamiento penal se incoó una vez que su inmunidad había sido ilegítimamente eliminada. Se trató de una infracción constitucional consumada en dos actos indefectiblemente conectados. Fue algo así como primero cortarle las manos a una persona para luego retarla a un duelo con espadas. Lo paradójico de este caso fue que los autores del golpe –reos de varias infracciones penales– no fueron sancionados, pero sí su víctima.

Quien quiera explicar estas contradicciones en el plano jurídico pierde su tiempo. Debe recordar que estamos en Ecuador, país que se distingue por poseer instituciones judiciales altamente vulnerables a las presiones políticas y una deplorable cultura jurídica. La primera pregunta que acá se hace no es qué ordenan los tratados internacionales, la Constitución o la ley, sino por dónde soplan los vientos políticos o las encuestas. Defender la nulidad de los juicios penales de Dahik y Bucaram probablemente no sea popular. Pero allí radica la característica de las sociedades civilizadas, en que prefieren someterse al imperio de la ley antes que a las pasiones de los hombres.

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