¿Hacia dónde ir?

Por Mauricio Maldonado Muñoz
Buenos Aires, Argentina

Los hombres y las naciones no son sino lo que ya fueron, son su historia. Una nación, como una persona, es su pasado y sus circunstancias. Por eso siempre vale echar mano de lo que ya fuimos para saber hacia dónde debemos ir o qué errores no tenemos que volver a cometer. Los países son su gente. No hay país en el mundo cuya grandeza se pueda considerar por fuera de los esfuerzos de sus individuos. La vida cívica es, por eso, honrar la memoria de las personas que hicieron nuestros pueblos, la suma de sus voluntades.

Mark Rowlands, en su libro «El Filósofo y el Lobo», escribió: «La forma más importante de recordar a alguien es siendo la persona en que ese alguien nos convirtió -al menos, en parte- y viviendo la vida que contribuyó a forjar (…) no es sólo la mejor forma de recordarlo, sino de honrarlo». Así todos en la vida tenemos alguien a quien recordar, alguien que ya no está pero que es, de algún modo, presencia y esencia de lo que somos o de lo que nos esforzamos por ser (o, ¿quién sabe?, de lo que deberíamos procurar ser y no somos).

Los países también tienen a estos individuos trascendentes, ellos son sus forjadores. Por eso hay días en que nos detenemos a propósito de su memoria, para festejar sus gestas, aunque cada vez las comprendamos menos, quizás porque nos quedan lejanas o tal vez porque nos gana la desidia o la ignorancia.

Por hablar sólo de un caso, quizás por pura conveniencia hay quien no recuerda que nuestra tierra fue también la tierra de Espejo (o que no recuerda lo que había dado y esforzado Espejo). Hay, igualmente, a quién le resulta muy lejano recordar a un grupo de mujeres y hombres ilustrados inspirados en él para avanzar hasta nuestro 10 de Agosto de 1809 (o hay quien lo olvida intencionalmente y, peor, hay quien los tergiversa). Nosotros, sin embargo, no debemos hacerlo, porque hacerlo es ajustarse a la pura conveniencia de lo que ahora tenemos sin saber cómo o porqué lo tenemos (o si aún lo tenemos).

Porque, tal vez, así como podemos llegar a no ser conscientes de este legado, no lo seamos tanto de otros muchos, y quizás llegará mañana nuestro 24 de mayo y nos pasarán por alto de la memoria «los hijos del suelo que soberbio el Pichincha decora», y nos olvidaremos que ellos dieron su vida, y no en el sentido poético sino físico, por lo que consideraron debía ser su propia patria, para que nosotros podamos vivir por ella, darle sus rasgos, dárnoslos nosotros. No una lucha de defensa de la tierra de sus padres, sino una por la de sus hijos.

Esas facetas de la historia, que por supuesto han de valorarse en el contexto en que se desarrollaron, son las causas de una configuración que a veces no entendemos, pero que sólo se hace patente cuando se ha conquistado la libertad. Por eso la libertad nuestra no es gratuita, por eso hay que cuidarla, conservarla, porque la libertad es, sobre todo, una responsabilidad, aunque tanto cueste entenderlo.

Esa libertad, por supuesto, vale lo mismo para todos. Habrá, sin embargo, quien no entienda que toda causa de defensa de las libertades es un fin en sí misma. Y que defender la libertad de un hombre o de una mujer, es defender la de todos los hombres y la de todas las mujeres. Porque el ser humano vale, no tanto por lo que representa en su conjunto, sino porque ese conjunto está formado de muchas individualidades tan trascendentes que si se pudiera decir que uno solo no posee esa valía, entonces ninguno la tendría. Se puede decir lo mismo, por ejemplo, rememorando a Hemingway y, con él, a John Donne: “Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la Tierra. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti”.

Nosotros, mujeres y hombres de hoy, si queremos honrar a los del ayer, no podemos sólo descansar cada que alguna fecha del año nos recuerda lo que hicieron, sino que nuestras acciones deben ser el reflejo de esa voluntad constante. Nuestra libertad es también la de los demás, porque nosotros somos algo de nuestros congéneres.

Al final de todo recalco todo esto porque a veces sólo defendemos derechos y libertades cuando es «con nosotros», porque sólo ahí se hacen evidentes. Se habla más de la necesidad de una libertad de expresión cuando ella está amenazada, pero a veces pasan los temblores y se deja de defenderla; o, a veces, cruzando la esquina, un derecho de otros que no nos roza no lo tomamos en cuenta o no lo entendemos, porque pasamos mucho tiempo tratando de que nos entiendan y muy poco tratando de entendernos entre todos.

¿Hacia dónde ir? Siempre habrá atrás alguna buena lección de la que aprender y mejor si una vez aprendida no la volvemos a olvidar.

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