Instinto ganador

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Si alguna expresión es de auténtica felicidad, de alborozo, de satisfacción plena, es la que se pinta en el rostro de los deportistas olímpicos que alcanzan el primer lugar. La reacción natural de quien se impone sobre sus competidores, es similar no obstante las diferencias de cultura, raza, jerarquía social o económica; la posesión del éxito, el logro de los objetivos, la sed de conquista, especialmente cuando se mide con el infalible baremo de la competencia, produce en todas las personas el mismo sentimiento extremo de bienestar. Y constatarlo una vez más en las imágenes que nos llegaron de los recientes Juegos Olímpicos nos recuerda uno de los motores más potentes de la Humanidad: el afán de superación individual.

Eso que llamamos espíritu deportivo tiene también de compañerismo, juego limpio, códigos de camaradería, de ayuda mutua, de solidaridad si se quiere, hasta que llega la hora de probar quién es quien, pues en el podio de la gloria no caben dos, no hay más que una medalla de oro. No hay igualdad posible, que no sea pararse sobre la misma línea hasta que suene el pitazo de arranque. Ser bueno no basta, y al que le basta, la competencia le incomoda, pues medirse frente a otros es, en esencia, la manera más incontrastable de obtener una nota objetiva sobre el propio desempeño, nota sobre sí mismo que la mayoría prefiere no conocer. Pocos toman el riesgo de quedar eventualmente últimos a cambio de darse la oportunidad de llegar primeros, porque el miedo es la otra fuerza más intensa, aunque paralizante.

 La competencia deportiva es la forma más inocente, socialmente más inocua, incluso celebrada, de dar rienda suelta al nervio más definitorio de la condición humana: el instinto de ganar, objeto de tanta cortapisa y mala prensa cuanto se trata de proyectos empresariales. Ganar millones pateando la pelota es símbolo de superación, de genialidad; hacerlo liderando un proyecto empresarial,  Los deportistas de élite -aquí se puede hablar de jerarquías sin herir demasiadas susceptibilidades- saben que el triunfo depende de sí mismos, que no hay más límite que el grado de su preparación, ambición y confianza, que no son aceptables las justificaciones y pretextos tan manidos en otros ámbitos, como echarle la culpa al clima,  las limitaciones familiares, las mafias -que pululan en el deporte tanto como en cualquier otro lado- las políticas públicas, los jefes, el yugo colonial, o simplemente el azar, cuando ya se agotan las excusas.

 Resulta ilustrativo que sea justamente en las Olimpiadas, donde los valores máximos son el mérito de cada atleta, de cada equipo, el esfuerzo, el resultado, el éxito, la superación de los demás, donde la igualdad no se premia y es apenas una plataforma de inicio mas no un límite, donde las élites se emulan y los mediocres se olvidan, donde todo se ordena en función de los ganadores y se penaliza el miedo, que los habitantes de los cuatro puntos cardinales, de todas las religiones, marcados por distintas culturas, se dan el abrazo más fraternal que conozca la era posmoderna. ¿Qué lecciones nos dejan estas justas deportivas? ¿Acaso, cuando pensamos en el tipo de sociedad que queremos, construimos propuestas cimentadas sobre esta vocación innata de la persona? ¿Estamos concentrados en concebir cómo estimulamos y facilitamos el espíritu de competencia, el instinto ganador o más bien nos preocupamos en controlar la iniciativa, en reducir sus horizontes?

 Miedo, poderoso freno que nutre una cultura de limitaciones, y las correlativas ideologías del subdesarrollo; instinto ganador, energía vital que extrae lo mejor de cada persona. He ahí las opciones. Si trasladáramos los valores olímpicos a todos los ámbitos de la cultura, tendríamos sociedades más exitosas.

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