La difícil democracia de Ascenzia

Mauricio Maldonado Muñoz
Buenos Aires, Argentina

La democracia no era, para la gente de la ciudad de Ascenzia, un tradicional ejercicio político de mayorías y elecciones. Por el contrario, en esta ciudad, las castas estaban bien determinadas y los extranjeros eran vistos, todos, como espías. Las personas eran identificadas por el color de su vestimenta y por sus nombres y fechas de nacimiento, las que llevaban inscritas en géneros grabados que colgaban a la altura de su pecho. En Ascenzia las personas comprendidas entre ciertas edades, en las que podían, legalmente, ser gobernantes, eran elegidas por sorteo para ocupar cada semana el cargo de rey y cien más de sus ciudadanos eran sorteados para legislar.

Esta extraña costumbre, que al extranjero visitante parecerá ilusa, le había sido explicada claramente. Se le había dicho que al cabo de un año, en Ascenzia, más de cinco mil ciudadanos habrían participado del gobierno, evitando, además, “los peligros de las camarillas y patrocinios, tan funestos para la libertad cuando el que gobierna permanece durante mucho tiempo en el poder”.

Pero el extranjero era suspicaz y enseguida notó que aquello anulaba la posibilidad de “elección” tan connatural a la democracia. Esto, sin embargo, tampoco se verá como un argumento para la gente de Ascenzia que había advertido, también, que con frecuencia ocurría que en las repúblicas los hombres más honestos y dignos rehuían de la política, por verla infecta e indigna (si acaso esas repúblicas estaban confinadas a contentarse con elegir de entre los menos geniales y los menos íntegros). Pero ello no podía ocurrir en el sistema elegido en la ciudad de Ascenzia, donde la suerte podía lograr -y, en efecto, a veces lograba- que personas virtuosas se hicieran cargo de la cosa pública. Significando, asimismo, una ventaja, porque implicaba un ahorro del “gasto desenfrenado de mentiras y de dinero que se hace en las elecciones comunes”.

¿Pero una semana no era muy poco tiempo para gobernar a una ciudad? Ésta, que a primera vista podía resultar la pregunta definitiva para acabar con la estructura de gobierno de Ascenzia, tampoco era relevante para la gente de esa ciudad, que había notado que si el azar regalaba el poder a un imbécil o a un malvado, el corto tiempo de siete días no le iba a permitir hacer mucho, de modo que si pudiese causar daño, aquel sería necesariamente escaso. A su turno, si el elegido por el sorteo era una persona recta e inteligente, la misma brevedad del tiempo acordado le estimulaba “a proceder prestamente, a efectuar sin demora lo que consideraba útil para el bien común”.

El extranjero, quien visitaba Ascenzia, es el personaje más importante del relato 32 de Giovanni Papini en su obra “Libro Negro (conversaciones del señor Gog)”.

No es de extrañarse, pienso yo, que el extranjero, a quién acompañó siempre un delegado del rey, se hubiera marchado de la ciudad “asaltado por la curiosidad y lleno de estupor”. No otra hubiera sido la consecuencia de ver a una ciudad tan desnuda de las convenciones que se tragan algunas repúblicas sólo para no señalar su propia dejadez, su falta de defensas, sus mentiras endémicas, sus gobernantes ‘promisorios’ en aquellos lugares donde, en todo caso, si la felicidad es más que nada imaginaria, como en aquel cuento: “Un pequeño paraíso”, de Julio Cortázar, entonces qué importará lo realmente relevante, si no hay más que esperar a “una nueva generación” para que se mezcle con esa misma masa, para recibir esa falsa felicidad, en cuya consecuencia se dirá “habrá fiestas y habrá cantos y habrá bailes”.

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