Treinta años del Nobel

Editorial del diario El Tiempo
Bogotá, Colombia

La noche del 20 de octubre de 1982 recibió Gabriel García Márquez una llamada de larga distancia en su casa de México. Le hablaron en inglés y le dieron una noticia que lo dejó trastornado. Como Mercedes Barcha, su mujer, no había regresado aún de una visita y él necesitaba compartir la noticia con alguien, corrió en busca de Álvaro Mutis y, al llegar a la casa del escritor tolimense, se prendió del timbre. Cuenta una crónica de Juan Gossaín que se produjo entonces el siguiente diálogo:

-¿Qué te pasa, hermano? -preguntó Mutis al ver que Gabo temblaba de pies a cabeza.

-Necesito que me escondas en tu casa -murmuró el novelista.

-¿Y esa vaina? -se extrañó Mutis-. Ya sé: peleaste con Mercedes.

-Peor, hermano -dijo García Márquez, con un gran desconsuelo-. Me acaban de dar el Premio Nobel.

Empezó así el formidable estallido que representó en el mundo literario internacional, en América Latina y particularmente en Colombia la selección de García Márquez como ganador del máximo premio planetario de las letras. La llamada provenía de la Academia Sueca, uno de cuyos miembros se complacía en anunciarle que lo esperaban en diciembre para entregarle el preciado medallón de oro.

Desde tiempo atrás, exactamente desde que se publicó Cien años de soledad, en 1967, muchos lectores de GGM pensaban que era inmejorable candidato al galardón. Pero el Nobel ha sido impredecible desde que lo creó el inventor de la dinamita para destacar «la obra literaria más sobresaliente de tendencia idealista», sea lo que fuere aquello del «idealismo». Lo han recibido desde la ceremonia inaugural, en 1901, escritores oscuros que casi se extraviaron en los pantanos del anonimato, como Sillanpaa, Agnon, Heyse, Pontoppidan, Eucken, Undset, Laxness y Gjellerup. En cambio, se les negó a Tolstói, Chejov, Ibsen, Twain, Rilke, Kafka, Proust, Brecht, D’Annunzio, Woolf, Conrad, James y Borges.

Igual suerte habría podido correr García Márquez. Sin embargo, los académicos suecos quedaron subyugados por el mundo mágico y poético que él creó, y en 1982, tras una andanada de ilustres desconocidos, fue reconfortante alzar el brazo a una pluma de alta calidad con la que simpatizaban millones de lectores en el mundo.

Él, que años antes lo descalificó en una boutade olvidable como «premio a la lagartería», entendió que era un reconocimiento a su talento y, al mismo tiempo, un gesto a la importancia de la nueva literatura latinoamericana. Por eso se echó a temblar cuando recibió el ansiado y temido telefonazo que iba a cambiarle la vida. No era la primera vez que se distinguía a un escritor de habla castellana: ya lo habían sido cuatro autores españoles y tres latinoamericanos. Pero ninguno de ellos, ni siquiera las figuras formidables de Juan Ramón Jiménez y Neruda, tenían el caudal de lectores y la unanimidad crítica que convoca García Márquez.

Su premio suscitó comentarios favorables en todos lados. «Por primera vez se ha dado un premio literario justo», dijo Juan Rulfo. «Cien años de soledad es uno de los grandes libros de todos los tiempos», sentenció Borges. «García Márquez es excepcional», señaló el premio Nobel alemán Heinrich Böll. «Este Nobel servirá para poner al día los muchos problemas que tenemos en América Latina», auguró Cortázar.

No se equivocaba el autor de Rayuela. En su hermoso discurso de recepción del premio, titulado ‘La soledad de América Latina’, García Márquez se preocupó por hablar de su continente nativo, «esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda». El discurso, pronunciado el 8 de diciembre, empieza en tono macondiano: describe las criaturas mágicas que creían ver los cronistas de Indias y los fenómenos fabulosos que ocurren como parte de la normalidad cotidiana. Pero hacia la mitad de la lectura el periodista desplaza al poeta y opta por rendir informe sobre los problemas e incomprensiones que padece el continente. Al final, sin embargo, recoge velas. El escritor pesimista que remató la biblia de Macondo negando toda posibilidad de salvación, en este discurso rectifica y defiende una utopía «donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra».

El Nobel para GGM produjo desbordante alegría general en Colombia, que luego se reflejó en la caravana de cantantes, compadres, artistas y acordeoneros que acompañaron al premiado a la invernal Estocolmo ataviados con sus trajes típicos. Durante cuatro días, los suecos vivieron en Macondo, y lo disfrutaron y no lo olvidan. Pero, además, el triunfo que encarnó Gabo sirvió para entender que era posible llegar a lo más alto aun desde las tierras bajas. Quizás sea una casualidad, pero es interesante observar que de allí en adelante varios colombianos adquirieron dimensión universal en su oficio, como Shakira, César Rincón, Carlos Vives, Juanes y Radamel Falcao García, entre otros.

También, gracias al Nobel, Colombia pudo proyectar una imagen distinta a la violencia y el narcotráfico. Muchas de sus peculiaridades, como el vallenato y las confecciones indígenas, se divulgaron por el mundo. La propia figura de García Márquez demostró que era posible ser, simultáneamente, exótico y cosmopolita.

Sí: muchas cosas cambiaron para nosotros aquel 20 de octubre de 1982.

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