Quito y sus fiestas

Por Patricio Troya Meneses
Quito, Ecuador

Festejar a Quito, en mis primeros años, era una hecatombe barrial entre el 4 y el 6 de diciembre… maratónicos campeonatos de cuarenta, concursos para todos los gustos y edades, las calles cerradas y el ánimo social ferviente, a fuerza de hornados y algo de alcohol (whisky escocés, eran los setentas, ni que vainas…). De los toros, la tauromaquia, me enteré años después, básicamente por ser víctima de la monopolización de los programas taurinos en TV, en la noche, repletos de expertos españoles que explicaban con un acento peculiar cada posición del torero y su rival. Mis padres, profesionales jóvenes ambos, me aconsejaron risiblemente asimilar esas explicaciones como una especie de penitencia decembrina que todo mortal debía aceptar previas las fiestas navideñas y de fin de año, más regalonas y entendibles, más cercanas.

Años después, la adolescencia y sus fervores me llevaron a la primera fiesta, a las primeras juergas, al primer amor… La fiesta taurina asomaba un poco más visible, como ese espectáculo especialmente concebido para aquellos amigos mayores que habían ido ya, que estaban en la onda. Sin embargo, mi vida colegial se armó con fiestas menos febriles, cazando una oportunidad en la casa del amigo o en un barrio conocido. Los conciertos masivos eran, aún, un mito urbano…finales de los ochenta.

En la universidad se destapó todo. La convergencia de hombres y mujeres de toda condición, nos involucró en un mezcla de costumbres y creencias, y no necesariamente sincréticas. Tuvimos el amigo torero y las damas que lo adoraban, los pasodobles sin que nadie los sepa bailar florecieron de la nada, y mis fiestas de Quito se fueron cercando cada vez más en función de la Plaza Mayor, la del toreo, nueve fechas. Yo hacía cuentas: si todos los que me hablaban de los toros, de la faena y sobre todo de la famosa puerta 9 (la que se hizo famosa por tanta joda) realmente iban a la fiesta taurina, como decían, el coso debiera haber tenido el tamaño del estadio olímpico. Ese razonamiento, y varios tipos de compromisos sociales propios de la vida universitaria, me mantuvieron al margen de la necesidad de acudir a los toros como modo de festejo. Pocos años después, sin embargo, asumí la costumbre de acudir a la Plaza el día 5, con amigos taurinos o no, como preludio de la fiesta integral, que empezaba allí, seguía en un concierto, una fiesta, y terminaba en la casa de algún pana. Para esos tiempos, algunos amigos ya protestaban tímidamente en contra de la muerte del animal, en las afueras. Eran mediados de los noventa.

Tuve suerte. En esa lógica de fiesta, de alguna manera me articulé y resolví mi tema social. Ahora pienso que los centenares de jóvenes, como yo en esa época, que pululaban impresionantemente ebrios en las calles que rodean la Plaza Mayor, no lograron integrarse al festejo con la dignidad que se merecían, que la ciudad les debía. Pienso ahora que de alguna manera querían no necesariamente entrar, no creo que hayan sido entendidos del tema. Querían festejar, y por eso buscaron el recodo que la ciudad les brindó: la acera y el alcohol. Las fiestas, sin toros, no eran fiestas.

No entiendo de tauromaquia, sé que es una larga tradición, que la Humanidad les reconoce al menos un par de mil años. Respeto el entender de aquellos que la asumen como suya, es mi deber ciudadano. Pero me alegra enormemente ver, hoy, que el festejo de la ciudad, que todos necesitamos, no se restringe ahora a una sola costumbre que monopolizaba ideológicamente a las demás. Hoy, creo que nadie se siente obligado a ir, al menos un día, a ver una corrida para sentir que festejó a la ciudad. Si bien los quiteños que deseen disfrutarlas, deben tener todo el derecho para ello, sin discriminación, aquellos que no optan por las corridas de toros, tienen todo el derecho para festejar a su ciudad a través de otras fórmulas sociales, igual de respetables.

Una consulta popular modificó, por cierto, el carácter de la feria taurina. Más allá de que hay que cumplir la decisión democrática establecida, a mi entender con o sin consulta, Quito estaba orientada a definir sus fiestas con un ámbito más incluyente. No creo que la consulta respecto del tema haya abonado a mejorar la situación de las fiestas de la ciudad, creo que simplemente complicó un camino ya trazado. En todo caso, nuestra ciudad es un conjunto de visiones que se espera se articulen, de manera tolerante, constructiva.

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