La mesa es la clave

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Las ciudades que progresan -según la acepción más común de tal término- parecen condenadas al atasco. Cada vez se dedican más horas a pagar las facturas asociadas al bienestar, cuyos acreedores más importantes son el Estado y la banca, a través de impuestos e hipotecas, dedicación que vuelve fugaces los momentos personales. Porque las necesidades parecen crecer y sofisticarse por encima de los salarios, el margen de ahorro crece simbólicamente, y el gran salto hacia la clase media no se traduce tanto en reservas cuanto en mejores marcas, visitas más frecuentes a los shopping malls, la cuota del carro, vacaciones en familia y, sobre todo, la fascinación de estar conectado a las redes sociales, el rebaño digital de Jaron Lanier.

Los más ricos no están en esta materia mucho mejor; aunque varía el costo de los juguetes, la ecuación es similar y con frecuencia con alto sacrificio familiar, porque la fortuna implica mucho trabajo, interminables jornadas, imaginación, riesgo, liderazgo, mucha energía para movilizar equipos hacia un mismo objetivo. El dinero es un tótem celoso, que mientras más abunda, más atención reclama; se cree poseerlo, pero las más de las veces es el dinero el que posee a las personas. Por eso los que puedan gastar largas mañanas jugando al golf no son los que han multiplicado sus talentos con notables resultados crematísticos; a estos les resultaría aburrido y hasta inquietante el paseíto, pudiendo exprimirle tantos millones adicionales al tiempo que se va pegándole a una pelota. La adrenalina no está en un receso deportivo, salvo que el lujo de caminar horas laborables por amplios y verdes prados luciendo la mejor cara de éxito existencial sea parte de la propaganda o de las responsabilidades profesionales. No tengo nada contra el golf, por cierto; aunque de golfistas y golfos ya nos ocuparemos otro día.

Salvando a quienes, pobres o ricos, son capaces de ponerle cada día un límite a sus preocupaciones materiales, y a los esfuerzos para satisfacerlas, y tienen el coraje de quedarse quietos y en silencio contemplando la vida pasar -raros seres objeto de toda mi admiración-, y exceptuando también, quizás, a jubilados y desempleados, en esta dinámica de bienestar una cosa parece común a la mayoría, sin distingo de profundidad cultural, renta, sofisticación estética o ubicación social: la mayor parte del día se va en alimentar el producto interno «bruto». ¡Vaya nombre más exacto!

Hasta los niños, desde sus primeros pasos escolares, abandonan su hogar al despuntar el alba, para regresar al caer el sol luego de un día de inmersión en el conocimiento -educativo más no formativo-, con abundancia de programas extracurriculares, clases especiales, horas transportándose y práctica deportiva para exprimirles hasta la última gota de energía, de modo que no tengan la tentación de sentarse a una mesa a conocer a sus padres, demasiado ocupados ambos en sus oficios y profesiones de modo de comprarles el mejor futuro posible. Mientras llega, a comer prefabricados en compañía de imágenes digitales. Si la mesa familiar fuera el indicador de dónde estamos parados…

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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